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Nuestros primeros cronistas

¿Cuál es la valoración de la etapa misional (1697-1849) para nosotros, los bajacalifornianos? Si dejamos atrás las versiones acríticas de esa época.

¿Cuál es la valoración de la etapa misional (1697-1849) para nosotros, los bajacalifornianos? Si dejamos atrás las versiones acríticas de esa época, que van desde los cronistas jesuitas hasta los historiadores clericales de tiempos recientes, habría que cambiar el punto de vista tradicional y ubicarnos en la perspectiva de los propios nativos, los que sufrieron una invasión sin precedentes
contra todo lo que eran y pensaban. La derrota misional (y es derrota porque la suya fue una campaña militar con la espada y la cruz en mutua complicidad) es que exterminaron a sus propios creyentes para, según ellos, salvarlos de la idolatría. Si no hubo comprensión para los indígenas, menos hubo respeto. El problema es que la visión racista de los misioneros ha sido la versión histórica prevaleciente y muchos bajacalifornianos, como lo ha señalado Carlos Lazcano, no consideran a los indígenas de nuestra entidad “como parte de la raíz histórica de esta tierra, otros no saben siquiera de su existencia” y muchos los ven como “algo muy aparte de lo que actualmente somos”. Como sea, todo eso está por cambiar.

La gran diferencia entre los historiadores misionales del siglo XVIII y los historiadores bajacalifornianos del siglo XIX es enorme. Los jesuitas, franciscanos y dominicos que evangelizaron en Baja California, tanto los que no estuvieron en esta región como los que la experimentaron de primera mano, escribieron sus crónicas con el apoyo de sus propias órdenes, del imperio español
o, mínimamente, de mecenas e impresores interesados en la publicación de sus manuscritos para contribuir a los debates políticos y religiosos de su tiempo. En cambio, los historiadores bajacalifornianos que siguieron su ejemplo, vivieron una situación mucho más adversa en un México independiente que, ante golpes de estado, severas crisis económicas, invasiones extranjeras, disgregación territorial y un clima social por demás volátil y en penurias, poco interés tuvo en apoyar a una región tan distante de los centros del poder como Baja California y mucho menos en dotar a sus habitantes de su propia historia.

Con carencias culturales notables, con escasa población, con pocas fuentes documentales a mano, con falta de imprentas, los cronistas residentes en nuestra península escribieron sus historias solos, en forma doméstica, con sus propios recursos y sin pensar que iban a publicarse. Lo hicieron porque les interesaba preservar los acontecimientos en que se vieron involucrados, juntar los documentos que probaban sus palabras, informar sobre los sucesos que presenciaron y sobre los personajes que conocieron para ofrecer informes de los mismos, testimonios de sus logros y fracasos en la periferia del país, en una región abandonada a su suerte y olvidada por el gobierno, pero en donde muchos hechos de valor y traición estaban sucediendo, como la secularización de las misiones, la invasión norteamericana, las guerras civiles, la fiebre del oro, el filibusterismo y su intento de anexionarse la península, la intervención francesa y la fundación y consolidación de las primeras poblaciones, como Santo Tomás, Real del Castillo, Ensenada, San Quintín, Tecate y Tijuana.

Para estos cronistas por voluntad propia, por necesidad anímica, por pasión por el pasado, hacer historia era alzar la voz desde la lejanía, gritar sus verdades desde el desamparo colectivo, recordar lo propio en la vorágine de un siglo hecho de rapiñas incontables, de sacrificios continuos. Para ellos, Baja California fue su foco de atención y escribir sobre su desarrollo (o su involución) fue su forma de valorarla, de darle a la comunidad de la frontera el mérito ciudadano que en la historia nacional le correspondía por derecho de mexicanidad. Cronistas como Pedro Ulises Urbano Lassépas, Henry Alric, José Matías Moreno y Adrián Valadés, dos franceses y dos mexicanos respectivamente, quienes supieron ver en este territorio inhóspito, árido, una realidad que debía preservarse para que no se perdiera con el tiempo. Entre diarios, informes, descripciones y crónicas personales construyeron la siguiente etapa de la historiografía bajacaliforniana: la de los viajeros y periodistas, la de los ingenieros y maestros, la de los memorialistas que entendían que sólo podía crearse una identidad regional enraizándola en sus orígenes, en su historia comunitaria, en el relato de sus vicisitudes y tragedias. No para hacer apologías o hagiografías para devotos sino para convocar a los bajacalifornianos a defender lo que es suyo documento por documento, palabra por palabra. Con ellos hace su aparición el cronista civil, el ciudadano que quiere conocer el pasado no para saber la verdad. Con ellos nace la historia como la conocemos hoy en día.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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