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Copartícipes

Se denuncia la devastación causada por la negligencia y egocentrismo político durante la pandemia de COVID-19, donde el poder político se desentiende de la realidad mientras miles sufren y mueren.

La información es contundente, en la memoria nacional quedarán aquellas frases de quien exhibe su delirio suponiendo que sus palabras pueden cambiar el rumbo de la naturaleza, sin advertir que únicamente es un político con poder.

Cientos de miles de fallecidos fueron víctimas de la más atroz negligencia, de la criminal necedad de acusar sin pruebas, de una disparatada megalomanía que no atendía ni recomendaciones ni voces calificadas.

El Presidente vio sin inmutarse que una siniestra amenaza se aproximaba, innumerables expertos advertían con anticipación lo que estaba por llegar, el peligro que contenía aquella ola que rompería sin contemplaciones diseminando la enfermedad, ante este escenario el mandatario no actuó, sólo habló.

Muchos esperando convencidos que intervendría, extasiados por su agudeza, sublimados por su popularidad, fascinados en su retórica acusatoria, la que endilga calificativos a todo aquel que disiente, siempre ágil en el insulto, pero lerdo en el trabajo y ajeno a sus responsabilidades.

Las cifras expuestas esta semana por la Comisión Independiente de Investigación Sobre la Pandemia de Covid-19 en México son desastrosas, desmantelar el sistema de Salud fue una decisión aberrante que reveló la insondable inconciencia del mandatario y sus funcionarios, declarando en plena mortandad -con miles de enfermos sin acceso a hospitales-, que nuestro País era un ejemplo en cómo combatir la pandemia. El cinismo es hermano de la arrogancia.

Hoy junto a su candidata también cómplice del desastre, intentan convencernos de que las pruebas presentadas son producto de la mala fe de quienes lo critican, y en un descarado alarde le manda su apoyo al símbolo más evidente de incompetencia y zalamería, personaje que abandonó toda ética por adoptar el papel de adulador en turno, merolico vespertino que imitó a su jefe hablando sin parar.

Se rememoran días pavorosos, jornadas oscuras en las que miles de afectados vivían una angustiante situación, aquel “quédate en casa” convertido en una estrategia perversa para no recibir pacientes en los hospitales.

Ciudadanos ahogados por aquel oleaje mortal que azotaba al País, pacientes que permanecían aislados muriendo en soledad, asfixiados y ausentes, otros conectados a un respirador siguiendo el ritmo de una máquina hasta fallecer.

En las mentes capturadas por la ideología permanece la imagen de un Presidente popular, en las libres de doctrina la de un demagogo apático al sufrimiento y provisto de una verborrea compulsiva, hablando de todo sin saber nada, desafortunada figura en la historia política de América Latina, penitencia interminable de nuestros países.

Lo narra Witold Zablowski en: “Como alimentar a un dictador”, Fidel Castro, cruza por la cocina del Hotel Nacional, se detiene y llama a todo el personal, empleados que acumulaban décadas preparando los mejores platillos que se servían en La Habana, plantilla legendaria que gozaba de admiración y respeto por su trabajo.

Fidel no para de hablar, da órdenes y lecciones, instruyéndolos en cómo se debía cocinar el pargo, la carne o las pastas, ante aquella alocución interminable vestida de verde olivo todos callan, nadie dice nada. El comandante nunca se equivoca, era un prodigio también ante una estufa. Parecería una anécdota chusca, no lo es, Cuba es un desastre continental sin alimentos, con un hambre provocada por su caudillo parlanchín que además extinguió toda libertad. Todos recuerdan a Fidel hablando, su discípulo hizo lo mismo, horas cruciales despilfarradas en peroratas.

De López Obrador lo imaginábamos, pero no de los responsables de Salud, estos abandonaron hasta la muerte a casi seis mil médicos y enfermeras, no vacunaron al personal del sector privado, eran sus compañeros. Los miserables se rodean de cobardes.

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