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Cuando una nueva vida empieza

Cuando Rodolfo me miró no me reconoció. Extendió su brazo para saludarme y me dijo educadamente “en qué puedo ayudarle”.

Cuando Rodolfo me miró no me reconoció. Extendió su brazo para saludarme y me dijo educadamente “en qué puedo ayudarle”.

“Soy Rosita” - le dije mientras buscaba en sus ojos la aprobación de que tuviera la certeza de que era yo. Me siguió mirando cómo cuando buscas reconocer a un ser querido entre la multitud de gente. “Fui tu paciente” – le dije – “La que le cayó un árbol encima”. En ese momento su rostro se iluminó y
abrió los brazos, buscando ese abrazo que ambos nos debíamos.

En mis horas de angustia Rodolfo, mi enfermero, fue el bálsamo suave que acarició mi corazón apachurrado por la incertidumbre de permanecer en un hospital, esperando que los doctores decidan sobre mi delicado estado de salud.

En los hospitales hay ángeles. Rodolfo es uno de ellos. En los hospitales también hay una vida paralela a la del exterior. Un mundo muy distinto, donde las horas se desvanecen lentamente entre el retintinear del monitor cardiaco.

Aprendí a reconocer los murmullos y movimientos del hospital. Sabía del ir y venir de los enfermeros. La voz de los doctores. Los horarios. Los olores. Los tiempos de visitas. Las buenas charlas. El cambio de la luz tras la ventana. Las horas de dolor. La paz. La desesperación. La resignación. La entrega a Dios.

Pero había un sonido muy especial, opuesto al de la sala de cuidados intensivos, se oía como cuando abres una caja musical y escuchas muchas campanitas resonar dulcemente.

Un día le pregunté a Rodolfo por qué se escucha esa música tan melodiosa en diferentes días y horarios. Sonriendo me dijo “suena así cada que nace un niño en el hospital”. Desde entonces, aprendí a sonreír al escucharla, mientras pensaba “unos se van, otros llegan”.

Rodolfo es de Nicaragua, pero emigró a Arizona, dejando atrás sus montañas, volcanes, la fauna y el clima tropical, para vivir en el desierto, el capitalismo y las leyes antiinmigrantes. Demasiado sacrificio para una mejor vida.

Él fue uno de los tantos enfermeros que me atendieron. No lo he olvidado porque me llamaba “Rosita”. En Estados Unidos el primer nombre es el que aparece en todos tus documentos oficiales, el mío es Rosa, así que en ese cuarto de hospital, yo era la paciente Rosa Limón.

Lo que no sabía Rodolfo, es que cada que me llamaba “Rosita” aparecía el tierno recuerdo de mi madre, a los que todos llamaban así. Rodolfo me reafirmó en cada momento que la presencia de ella siempre estuvo conmigo.

El pasado jueves, un día fresco de noviembre, tuve mi última consulta en Valleywise Medical Center. El largo viaje había concluido. Ahora, me queda empezar una rehabilitación que me permitirá reforzar mi cuello. Así que apreté el botón del elevador, subí al cuarto piso del hospital donde estuve casi diez días luchando por mi vida. Pregunté por Rodolfo. Nos vimos. Le di las gracias. Nos dimos
uno, dos, tres, cuatro abrazos.

Cuando me dirigía a la salida, escuché el sonido de las campanitas, volví a sonreír, me dije a mi misma “una vida empieza”. Salí del hospital sintiéndome libre, plena, agradecida, caminando hacia mi nueva vida.

*- La autora es periodista independiente para medios internacionales.

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