Hartazgo
El oficialismo no comprende que al no reparar en el consenso político su dimensión nacional disminuye, un poder desmesurado que lo usa exclusivamente para hostigar, castigar y nunca solucionar.
SEPTENTRIÓN
La carrera política se va desdoblando en función de experiencias y responsabilidades.
Golda Meir (1898-19789) nació en un tiempo donde el antisemitismo era causa para venganzas y asesinatos, migró a los Estados Unidos y con los años llegaría a primera ministra y una de las dos únicas mujeres firmantes del acta fundacional de Israel.
Golda Meir nunca traicionó su credo político, formó parte de la izquierda laborista, su partido Mapai estaba integrado por socialdemócratas partidarios de la igualdad y la vida comunitaria.
Esto no fue motivo de repudio o condena para quienes no comulgaran con su ideología. En su biografía su ideario es importante pero no un argumento divisorio, su serenidad y firmeza se envolvían en un trato afable combinado con una sólida preparación.
Al convocar a su gabinete se revelaba una mujer tenaz y sosegada entre el mar de opiniones, aquel esfuerzo de integración nacional peligraba por estar inmersos en una geografía explosiva, machista y cruel.
En México al Gobierno se le escapa el País, la Presidenta no advierte los riesgos ni las consecuencias de la fractura social que ha provocado la violencia.
Todas las mañanas ocupa el invaluable tiempo en averiguar y exponer -según su extraviada información-, quiénes motivan las marchas de los desafectos a su régimen.
Una administración que detenta un poder descomunal con todo un Estado a su servicio, la Suprema Corte, el Legislativo, el Judicial, organismos empresariales, estudios de opinión, medios de comunicación, sindicatos y lo que se acumule.
Un Gobierno con una presencia territorial exhaustiva que le turba la concentración espontánea de jóvenes o las opiniones adversas de sus críticos, paradójicamente, no le inquietan los pésimos resultados de sus decisiones sino quienes comienzan a dar muestras de hartazgo.
El comportamiento presidencial se asemeja a la conducta de los gobiernos tiránicos, lo primero es marcar al opositor para después infamarlo, producto del vacío político en que la administración está hundida al atender únicamente su voz, nunca la multitud de opiniones que forman una nación tan diversa como México.
El oficialismo no comprende que al no reparar en el consenso político su dimensión nacional disminuye, un poder desmesurado que lo usa exclusivamente para hostigar, castigar y nunca solucionar.
Poza Rica sigue devastado y Acapulco derruido, testimonios materiales del abandono. Los jóvenes no tienen incentivos para acompañar a un régimen que de entrada califica como enemigo a todo aquel que disiente, que tiene una visión anacrónica de la política y que recurre al vetusto expediente de la derecha e izquierda.
Una administración con un espíritu ideológico que se nutre del cinismo, basta observar la conducta de sus integrantes, numerosos impresentables intoxicados con el poder y el dinero, gobernadores conduciéndose como virreyes; legisladores, ministros y funcionarios haciendo ostentación del analfabetismo, la riqueza y la impunidad. Un oficialismo que pretende la abyección como norma de conducta, sin enterarse que entre más serviles se muestran se revela con más claridad el autoritarismo.
En sus memorias Golda Meir expone sus ideas, siempre conservando un convencimiento por la democracia: “Comprendía que los tiranos debían ser derrocados, pero la dictadura de cualquier tipo -incluyendo la del proletariado- no ejercía ningún atractivo sobre mí”. (Golda Meir, Mi vida. 1975) El problema no es la izquierda o la derecha sino el deber con la democracia representativa, la Presidenta vive en su engaño ideológico, su administración enfrenta graves problemas y ella tropieza con sus telarañas doctrinarias.
El hartazgo no tiene ideología, es producto de la incompetencia y el sectarismo, los jóvenes ya lo manifiestan
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