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OmisiónDe políticay cosas peores

Las tres mejores cosas de la vida son una copita antes y un cigarrito después. Ya conocemos a Meñico Maldotado. Es un joven varón a quien natura dotó muy pobremente en la región de la entrepierna. Invitó a una linda chica a su departamento. Le ofreció una copa y luego fueron los dos a la recámara. Ahí la muchacha lo vio al natural y le dijo: ¿Qué te parece si nos saltamos hasta lo del cigarrito?. Doña Tonila, recién ingresada al Club de Amigas de la Amistad, les contó a las socias: Un día quise hacer sopa de tomate, y le pedí a mi esposo que me trajera unos tomates de los que cultivaba en el jardín. Al cortarlos le dio un síncope como el de Marlon Brando en El Padrino, y cayó al suelo sin vida. ¡Qué barbaridad! -exclamó consternada una de las presentes-. Y tú ¿qué hiciste?. Respondió doña Tonila: Usé puré de tomate. Mi tío J. Refugio García era católico devoto. Caballero de Colón, estaba suscrito a la revista E l mensajero del Corazón de Jesús. Viudo de 60 años casó con mi tía Conchita, soltera de 40, única hermana de mi padre. El Dios en que los dos creían con acendrada fe les dio como regalo de bodas 20 años de matrimonio felicísimo. Mi tío Cuco fue el mejor amigo que mi padre tuvo. Los estoy viendo en el vasto comedor de la casona de Saltillo fumando sus cigarros -Virginia de clase alta mí tío; Bohemios de clase media mi papá- y bebiendo a sorbos lentos su cerveza Indio mientras hablaban de la política del día, ambos críticos del Gobierno porque sí y porque no. El día que le llevamos al tío Refugio la noticia de la muerte de mi padre se echó a llorar como un niño. Nos preguntaba, desolado: ¿Por qué se le ocurrió morirse a mi compadre?. Una de las cosas que más recuerdo de mi tío -aparte de su costumbre de decir Notable cuando algo lo admiraba, y de encalabrinarse si uno de sus sobrinos -generalmente yo- se atrevía a disentir de él (¿De modo que el jovencito pretende saber más que yo?), era referirse invariablemente al Papa llamándolo con unción el Santo Padre. Yo, que me he pasado la vida trastabillando en los pedregosos caminos de la heterodoxia, llamaría ahora al buen papa Francisco el cauto Padre. Un pastor debe acudir corriendo a defender sus ovejas cuando el lobo ha penetrado entre ellas, y Francisco ha tardado en emitir una condena a las acciones que el tirano Ortega ha emprendido en Nicaragua contra la Iglesia y sus ministros. Esas agresiones recuerdan las de los más rabiosos anticlericales mexicanos de hace ya casi un siglo: Calles, Múgica, Tejeda, Garrido Canabal. En el acto de contrición que desde niños decimos los católicos nos acusamos de haber pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. ¿No estará siendo culpable de omisión el Santo Padre, como lo llamaba mi querido tío Refugio? ¿Acaso está imitando el silencio, calificado por unos de prudente, de culpable por otros, de Pío XII cuando los terribles crímenes del nazismo hitleriano contra los judíos, una abominación que clamaba al cielo? Ojalá que cuando aparezcan publicadas estas líneas el papa Francisco haya hecho ya un pronunciamiento sobre la persecución que en Nicaragua sufren sus obispos, sus sacerdotes y religiosas. Muchos pecados se pueden cometer con la palabra (mea culpa), pero hay veces en que el silencio puede ser más reprochable. El Creador hizo al hombre. Luego hizo a la mujer, que le salió mejor porque ya tenía práctica. Los puso en el paraíso terrenal. Ahí Adán vio por primera vez a Eva en todo su esplendorosa desnudez. Le dijo con alarma: Hazte a un lado. Quién sabe hasta dónde vaya a llegar esta cosa. (No le entendí). FIN.

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