¿Y qué hay de nosotros?
Puedo sentir una densa nube suspendida sobre mí. Percibo el dolor y la angustia de mi gente.

Puedo sentir una densa nube suspendida sobre mí. Percibo el dolor y la angustia de mi gente, lo vivo día a día. En esta tierra que alguna vez fue estandarte de libertad, el aire se respira con cautela, de a poco, como si respirar doliera.
El mundo sangra. Y lo que a simple vista parecen tragedias aisladas —una guerra más, un genocidio latente, crímenes raciales, persecuciones a migrantes, injusticias cotidianas— se entrelazan bajo una misma raíz: el odio. Juntas, forman una estructura peligrosa que nos empuja, sin pausa, hacia el colapso como humanidad.
Es momento de preguntarnos, con honestidad, ¿hasta dónde hemos llegado? Por que todos, de algún modo, somos parte de este cóctel letal del que seguimos bebiendo sorbo a sorbo.
Señalamos a quienes mueven los hilos del poder. Criticamos las políticas de Donald Trump, su trato atroz a los más vulnerables, su desprecio por la Constitución, su racismo y su intolerancia. Pero ¿qué hay de los latinos que votaron por él? De quienes, por conveniencia personal, antepusieron lo económico a los principios. ¿Y de los estadounidenses que lo respaldan, conscientes de que su proyecto político se sostiene en el odio y el sesgo racial? Tal vez no entienden que están entregando su propia libertad en bandeja de plata. Porque después vendrán por ellos. Todo aquel que se oponga al régimen enfrentará consecuencias. Ya lo vemos en universidades, cortes, oficinas públicas, gobernaciones, y hasta en el Congreso.
¿Qué hay de quienes se cubren el rostro con un pasamontaña para cazar migrantes, sin ley, ignorando los derechos de los más vulnerables? En las calles de Estados Unidos se están secuestrando personas con impunidad, y nadie interviene. No son criminales, son migrantes de piel oscura —como tú o como yo—, algunos con estatus legal. Miles han quedado atrapados en un sistema que los criminaliza y los desaparece en prisiones sobrepobladas.
¿Qué hay de Gaza?, donde niños con los rostros hundidos por la desnutrición comen tierra, pasto y cartón para no morir de hambre, mientras la comunidad internacional observa con lentitud paralizante. ¿Qué hay de la enemistad entre Israel e Irán que se ha convertido en una lucha prolongada que trasciende gobiernos y generaciones? Un caldero a punto de estallar.
¿Y qué hay de los venezolanos y cubanos atrapados en dictaduras que se han vuelto parte del paisaje político? En esos países, los presos políticos se carcomen lentamente entre las paredes descascaradas de cárceles viejas, húmedas y abandonadas por la dignidad, mientras los regímenes se aferran al poder y el mundo mira sin mirar.
¿Y qué hay de la violencia desmedida en Centroamérica, donde la sangre de inocentes corre por calles sin justicia ni tregua? En países como El Salvador, Honduras y Guatemala, generaciones enteras han crecido entre el crimen organizado, la impunidad y el miedo cotidiano. ¿Qué hay de mi México sumido en una profunda corrupción y víctima de la violencia?
¿Y qué hay de mí, que me marchito en un país al que no termino de pertenecer, viendo cómo las injusticias van apachurrando poco a poco mi corazón? Lo que siento no es sano: es un dolor profundo. Es una culpa por ser inmigrante. Y me pregunto ¿cuál ha sido mi contribución a todo esto? He evitado escribir desde este dolor, porque no quiero hacer de la desgracia un botín. Pero cada día es una prueba de resistencia. Miro al cielo. Mi fe está puesta en Dios.
*- La autora es periodista inmigrante
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