Nos volvemos ceniza, nos volvemos fantasmas
Siempre había tenido miedo a volverme ceniza.
Siempre había tenido miedo a volverme ceniza.
Siempre había temido a volverme fantasma.
Pero ahora, que veo que la gente que he amado en la vida se va convirtiendo en cenizas y, que los fantasmas van y vienen, entre susurros, sombras y ruiditos, no siento ningún empacho en volverme como ellos.
Nunca olvido una experiencia que viví hace un titipuchal de años cuando entrevisté al ya finado Don Guillermo Estrada Manríquez, quien fuera por décadas el panteonero del cementerio municipal (antes conocido como Número Uno y ahora como Panteón de los Pioneros), localizado frente a plaza La Cachanilla.
“Yo no creo en los fantasmas”, me dijo y, con una sonrisa irónica remató la frase: “No creo en espíritus, pero los he visto caminar sin pisar el suelo”.
Fue hace más de dos décadas, recuerdo que pardeaba la tarde entre las tumbas del cementerio fundado oficialmente en 1919. Era muy joven y curiosa descubría el oficio del periodismo. Ese día, libreta en mano, fui a entrevistar a Don Guillermo para escribir una historia sobre el Día de Muertos.
Fue ahí donde el sepulturero me contó sus experiencias con los muertos, desde las almas en pena que traspasan las paredes de los mausoleos, hasta la tumba de un policía donde te jalan los pies al pasar a su lado.
Me contó de las brujas que brincan las bardas a media noche para hacer sus ritos, en especial sobre una tumba de la que fuera una de las hechiceras más famosas de Mexicali en la década de los veintes, conocida como “La Marrona”, quien llevaba por nombre Vicenta.
Me dijo que a la misma hora, como a eso de las seis de la tarde, una mujer levitaba de una tumba a otra y se perdía al cruzar la cripta conocida como “La Rotonda de los Hombres Ilustres”.
Una madrugada, de las que acostumbraba ir a regar el cementerio aprovechando la presión del agua, me narró que una mujer se paró en la puerta principal del panteón y le dijo “Oiga, ¿Usted no le tiene miedo a los muertos”. En lo que Don Guillermo cerraba el grifo donde había conectado la manguera, le respondió “No, le tengo más miedo a los vivos”. Y en ese instante la dama desapareció.
Yo impávida escuchaba, mientras pensaba, “yo no quisiera convertirme en fantasma, levitar sobre el suelo y desvanecerme tras los muros”.
En otra ocasión, conversando con otro sepulturero, le pregunté donde se percibía más energía paranormal, y no dudo en responder “En los crematorios, donde arden los cuerpos”.
Me contó que por las noches escuchaba los gritos de personas, como si se estuvieran quemando en vida. En ese momento me dije “nunca permitiré que me cremen, no quiero sentir que me quemo para ser cenizas”.
Ahora, con los años encima y en medio de una pandemia donde la gente muere a montones, comprendo que son más los que se vuelven cenizas y habitan en pequeñas urnas y otros más que se vuelven fantasmas.
Yo tengo las cenizas de Carolina en mi casa, quien fuera la madre de mi pareja. Intento hacer de su estadía aquí un mejor sitio, le colocó flores y fotografías, mientras los hijos deciden si la quieren convertir en mar, tierra o viento.
De igual forma dejé de temer a los ruidos, las voces traviesas o las sombras, porque al final nos convertimos en tantas cosas, y a la vez en nada.
Con los años aprendí que no es tan malo volverte ceniza. Y que quizás, podría transformarme en un fantasma suspendido en el aire.
* La autora es periodista independiente para la Asociación Nacional de Periodistas Hispanos (NAHJ por sus siglas en inglés).
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