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Francisco Lizárraga: el narrador justiciero

Entre la raza de la prensa, es legendaria la figura de Francisco Lizárraga, don Panchito, como sus colegas lo llamaban, quien nació el 31 de enero de 1942 en Huatabampo, Sonora, pero su niñez la vivió en Los Mochis, Sinaloa.

Entre la raza de la prensa, es legendaria la figura de Francisco Lizárraga, don Panchito, como sus colegas lo llamaban, quien nació el 31 de enero de 1942 en Huatabampo, Sonora, pero su niñez la vivió en Los Mochis, Sinaloa. Había estudiado periodismo en la ciudad de México, teniendo como maestro al mismísimo Vicente Leñero. Después de andar en diversos trabajos como periodista, llegó a Mexicali en 1984, donde fue colaborador de periódicos como La voz de la frontera y El Mexicano, para después convertirse en director del Diario 29 en su corresponsalía en la ciudad capital del estado de 1991 a 1994. Pero su acercamiento a la creación literaria venía, como todo buen periodista, desde joven. El escribir reportajes no le quitaba la sed por escribir narraciones imaginativas enraizadas en sus experiencias personales.

Ya en Mexicali, don Panchito entabla amistad con el coordinador de los talleres de literatura de la Dirección de Asuntos Culturales, Sergio Gómez Montero, estableciendo una afinidad ideológica que dará frutos en la primera novela de Lizárraga: Mediodía sin fronteras (1989), una de las primeras obras publicadas por el recién fundado Instituto de Cultura de Baja California. al morir don Panchito el 3 de marzo de 2010, Sergio Gómez escribió (El Vigía, 6-III2010) que “su amistad fue cercana y estrecha”, que su vínculo mayor fue que coincidían en “el sentimiento de que este mundo, y en particular este país, habría que cambiarlo, darle otro sentido a través de las vías que cada uno considerara la mejor opción y, entre más rápido, mejor. Y ese sentimiento compartido – aparte de lecturas y quehaceres comunes- fue el que nos mantuvo unidos durante muchos años.” Su vida fue, según Gómez Montero, una vida a plenitud “empeñada en que el país cambie para bien.”

Y trabajar para el bien común siempre fue la apuesta de Francisco Lizárraga como periodista y como escritor de ficciones. En esta última veta creativa, Lizárraga tomó enseñanza de la literatura mexicana y cubana, en especial de Alejo Carpentier, José Agustín, José Revueltas, Agustín Ramos y tantos otros que han visto la realidad y no le sacan la vuelta a la hora de narrarla en todos sus claroscuros y abismos existenciales. En La lengua del camaleón (1990), el libro de entrevistas a escritores mexicalenses, nuestro autor le dijo a Dalia Fincke y Cecilia Bautista, sus entrevistadoras, que su principal objetivo al escribir Mediodía sin fronteras era “mencionar cosas que venía guardando desde hace mucho tiempo y eran un obstáculo que me impedían avanzar en todos los sentidos, como un sentimiento de culpa, de impotencia”, por haber vivido toda una época de la historia de México que lo había formado como ser humano y que lo impulsaban a escribir su testimonio sobre los acontecimientos del país después del movimiento estudiantil de 1968, que le había tocado de tan cerca.

Para Lizárraga, su novela era el testimonio de “esos muchachos desesperados que no pudieron canalizar sus inquietudes políticas, los que se fueron al movimiento armado en diferentes partes del país”, pero especialmente los que encontraron una salida a la violencia institucional sin pasar por la violencia revolucionaria, como le había pasado a él mismo, que al tomar la vía del periodismo como su trinchera de lucha social y política encontró los cauces expresivos para seguir adelante, para no claudicar en su idea de un cambio para nuestra nación. Por eso nuestro autor definía a su novela como un texto testimonial y vivencial donde el recuerdo y la imaginación se vuelven un solo vértigo. Tal es el legado de un autor que siempre vio con optimismo las luchas de los literatos bajacalifornianos por contar sus propias experiencias, por imaginar mundos mejores desde las brutales condiciones del desierto mexicalense. En ese cauce creativo, su novela sigue la ruta abierta por Lauro F. Gutiérrez con Los últimos chinacos (1963) y prologa obras de carácter político en nuestra entidad, tales como Historias de la guerra menor (1992) de Sergio Gómez Montero o Rutas de escape (2019) de Gabriel Trujillo Muñoz, que construyen tramas de ficción bajo la sombra del movimiento de 1968. Tal es el legado de Francisco Lizárraga, un periodista honesto e intachable, un escritor con los ojos bien abiertos ante un mundo de corrupciones e impunidades, sí, pero también de verdades que se guardan para ofrecerlas a los que vendrán.

*El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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