De no ser por ellas
Por el derecho a la libertad de expresión.
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Cuando mi Madre, ¡cuánto la extraño!, estaba internada en el hospital por los achaques de la longevidad, su capacidad para resolver situaciones personales era infinitamente menor a la que siempre experimentó cuando estaba plena. Su cuerpo menguado, se negaba a resolver los más mínimos requerimientos de la vida, por lo que necesitaba alguien a su lado auxiliándola. A sus 98 años no lograba comprender que la situación había cambiado y que, en esas extraordinarias circunstancias de su vida, estaba prácticamente regresando al nivel de sus primeros años de existencia. Todo había que hacer por ella.
Recuerdo que me dijo un día, con su vocecita casi susurrante, ¿Aquí no dan comida? Sentí en lo más profundo de mi ser una tristeza y una incapacidad total. No sé si escuchó la simplista respuesta que le externé, pero poco podía imaginar para hacerla sentir mejor. Me dolía mi Madre tan empequeñecida, tan disminuida. Mientras ella y el resto de las personas enfermas en esta sala, cumplían su rol diario, las personas que los atendían se movían de manera dinámica y ordenada, alrededor de las camas, comprobando que todo estuviera en orden y que nada de lo esencial les faltara. Pensé en esos momentos, ¿De qué están hechos estos enfermeros y enfermeras que, en medio de las crisis de salud y de la tristeza de los familiares, se conservan atentos, prudentes y dispuestos a realizar cualquier tarea que sea necesaria? ¿De dónde sacan las fuerzas, la paciencia y la entereza necesaria para estar a la altura de las circunstancias? ¿Cómo pueden tener tanta delicadeza y hablar tan dulcemente, mientras lidian con las heridas, con los fluidos que desechan los enfermos y con la presión del medio en que trabajan? No lo sé todavía, pero ellos están en la primera línea de batalla en los hospitales. Sobre las enfermeras y los enfermeros cae la dura tarea de enfrentar las calamidades de la vida cotidiana. Por eso, siempre que me es posible, les externo mi eterno agradecimiento y respeto.
Ahora que estamos enfrentando la pandemia del Covid-19, y que las reacciones de los injustos contra las enfermeras es la de agredirlas, golpearlas, insultarlas y prohibirles llegar a sus casas, comprendo la decadencia a la que estamos llegando. En lugar de ser agradecidos con quienes se levantan y acuestan pensando en el enorme riesgo que corren en sus trabajos, y no se amedrentan, en lugar de reconocerles su alto valor humano y el enorme coraje que tienen, de manera grosera las desprecian y relegan. Una enfermera es un ser único, que posee inteligencia, conocimientos y una enorme veta de humanismo, comprensión y dulzura para entregar a los desfavorecidos enfermos.
Pienso, mientras atienden a los enfermos, ¿dónde ponen su corazón para no recordar a sus amores que están en casa esperándolas? ¿Qué piensan mientras aplican los sueros y otras medicinas? No sé. No me imagino. No soy tan complejo como ellas para abstraerme a lo inmediato y atender lo importante. Por eso desde este espacio les envío mi agradecimiento eterno, mi reconocimiento y orgullo de que existan y de que sean imprescindibles y vigorosas. Vale.
* El autor es licenciado en Economía con Maestría en Asuntos Internacionales por la UABC.
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