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Península Osa

En el Sur de Costa Rica, del lado del Pacífico, se encuentra la Península Osa que resguarda una porción de mar de buen tamaño que llaman Golfo Dulce.

En el Sur de Costa Rica, del lado del Pacífico, se encuentra la Península Osa que resguarda una porción de mar de buen tamaño que llaman Golfo Dulce. Ahí se encuentra una pequeña población conocida como Puerto Jiménez. Hacia allá nos dirigimos, unos días antes de Navidad, para pasar una semana en un refugio selvático.

Salimos de la capital, San José, a bordo de un Cessna que nos situó en nuestro destino en tan sólo 45 minutos. Ahí nos esperaba una camioneta que nos llevó unos 45 kilómetros rodeando la punta septentrional de la península hasta una aldea pequeña, llamada Playa Carate, ya en el Pacífico. Es una terracería en buen estado y tomamos casi dos horas en la travesía. Faltaban sólo unos cinco kilómetros más, de mal camino, para arribar a nuestro hotel, situado en medio de la selva, y contiguo al Parque Nacional Corcovado, una reserva de fauna y flora de 42,000 hectáreas, abierto de manera controlada para los visitantes osados: Hay que sacar boleto en la estación de los “salva bosques”.

Nuestro vehículo se enfiló hacia el hotel Luna Lodge, en un trayecto que sube por la cañada, cruza el río en tres ocasiones y se remonta a unos 300 metros sobre el nivel del mar, entre vegetación exuberante y revoloteo de pájaros coloridos. Sobresalen las guacamayas rojas, allá conocidas como Lapas, que vuelan en parejas de uno a otro árbol, llamándose entre sí con sus gritos peculiares “ara ara ara...” (en Brasil les llaman “araras”).

Tras un recorrido de unos 20 minutos llegamos al Luna Lodge. Ahí nos esperaba la dueña y anfitriona, nativa de Colorado, pero con más de 20 años en Costa Rica. El hotel está situado en una ladera y consta de varias cabañas o tiendas esparcidas por la propiedad, más un conjunto de cocina y comedor con una terraza orientada hacia la selva y el Pacífico cercano. Rústico y de buen gusto todo.

En nuestra habitación teníamos abanico de techo y una terraza con hamacas, además de camas y baño. De entrada, se nos aclaró que la temperatura oscila todo el año entre los 22º y los 28º C. Y no había plaga de mosquitos pues “estamos situados en un nicho ecológico equilibrado”. Tenía razón: No sufrimos por los zancudos.

Había servicio de cocina, no restaurante, es decir que por las mañanas todos los huéspedes recibíamos un plato de fruta y podíamos ordenar omelettes de hongos y queso, de verduras o a “la mexicana”, o sea con trocitos de jalapeño. También había hotcakes y french toast. La comida se servía a partir de la 1:00 de la tarde y consistía en un plato bien colmado de verduras, arroz o quinoa, papas, yuca o camote, brócoli y coliflor, a veces calabazas o algunas verduras envueltas en pan pita. Muy casero y muy sabroso; más que suficiente para mi apetito no pequeño.

A las 6:00 de la tarde se colocaba alguna botana, “bocas” les llaman allá, y uno podía tomar aguas frescas, cerveza o una copa de vino de la casa, blanco o tinto. A las 7:00 se ponía un buffet con una oferta similar a mediodía, pero con el añadido de pescado o pollo frito. De postre servían algún flan, mousse, o algo parecido. Había aguas frescas y también cerveza o vino. Sencillo, suficiente y bastante sano.

Desde el primer atardecer nos sorprendieron los monos aulladores, Congos les llaman, que, desde las copas de la floresta cercana y lejana, llamaban con rugidos y aullidos a sus parientes del árbol de enseguida, y de más lejos. Parecía un concierto estrafalario para nosotros, mientras que para ellos era, probablemente, su manera de desearse buenas noches en aquella espesura. Con ellos se mezclaban los gritos de las lapas y de los tucanes, y luego se añadía el zumbido unánime de las chicharras. La selva nos estaba dando la bienvenida y convidándonos al descanso.

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