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Pena de muerte

Entre las posturas que dividen el criterio de las personas en relación con la vida y la salud del hombre están temas como la tortura, la eutanasia y el suicidio asistido, el aborto, la guerra justa, la defensa propia y la pena de muerte.

Entre las posturas que dividen el criterio de las personas en relación con la vida y la salud del hombre están temas como la tortura, la eutanasia y el suicidio asistido, el aborto, la guerra justa, la defensa propia y la pena de muerte. En el pasado, cuando parecía no haber ninguna otra forma de proteger a las comunidades del daño físico y mortal de violentos agresores, se recurría con notable frecuencia al recurso de quitar la vida al delincuente como una estrategia aparentemente inevitable. La pena capital o pena de muerte se considera aún en 55 países a pesar de que en otros 144 se ha ido aboliendo gradualmente, especialmente en el último siglo. En nuestro continente la pena capital es aún legal en varios países como Estados Unidos, Jamaica, Cuba, Bahamas, Belice y otros aunque en los últimos 10 años sólo se ha aplicado en los Estados Unidos, donde el último caso llevado a muerte legal es precisamente el del mexicano Abel Ochoa, que fue ejecutado antier mediante inyección letal en la cárcel de Huntsville, Texas, tras 18 años de prisión por el asesinato en el año 2002 de su esposa, sus dos hijas, su suegro y una de sus cuñadas, mientras estaba bajo los efectos de haber fumado “crack”, la modalidad más adictiva de cocaína. Abel quería más dinero para consumir más droga en esos momentos y simplemente se presentó en la sala de su casa disparando contra todos los presentes. Segundos antes de recibir la inyección mortal pronunció sus últimas palabras que fueron escuchadas por los asistentes a la ejecución: “Quiero pedir perdón a mis cuñadas por todo el daño emocional que les he causado. Las quiero a todas y las considero las hermanas que nunca tuve. Gracias por perdonarme”. No es el momento aquí para hacer un análisis del caso de Abel en términos de su culpabilidad atenuada o agravada, sus condiciones sicológicas en aquellos días de su vida, su propia historia familiar, etcétera, sino reflexionar si es lícito, válido, correcto, necesario o indispensable dar muerte a una persona para cumplir con el deber que tiene el Estado de hacer justicia. Nos queda claro que la pena impuesta a Ochoa no era para defender a la sociedad de una potencial amenaza toda vez que él significaba virtualmente nulas probabilidades de delinquir nuevamente. ¿Qué tan disuasiva será su ejecución para que otros criminales se abstengan de delinquir? Es un efecto imposible de medir. La verdad es que, de hecho, se le llevó intencionalmente a la muerte como un castigo personal bajo la argumentación de que ese era proporcional a la gravedad del daño cometido; en otras palabras, el Estado “le dio su merecido” supuestamente como la mejor manera de hacer justicia. Si la vida de toda persona no tiene la dignidad y valor suficientes como para ser respetada y tenida por inviolable entonces nada lo tendrá. No se necesita ir lejos para darse cuenta que si la dignidad de cualquier persona se puede ignorar tanto como para anularle su derecho más fundamental que es precisamente el derecho a la vida, entonces nada habrá, en ningún sitio ni tiempo, que pueda garantizarle ese ni cualquier otro derecho. Está claro que no todos compartimos la misma postura; allí tenemos que recientemente el Partido Verde Ecologista de México propuso la pena de muerte para secuestradores que dieran muerte a sus cautivos. Miles de mexicanos iluminados por un partido político cambiaron sus convicciones y se sumaron a esa inicua propuesta partidaria, hecho que nos muestra la fragilidad de nuestras convicciones (¿convicciones?) toda vez que pudo más la filiación política o el anhelo de lucrar votos que la solidez del criterio personal.

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