En la lupa
Han pasado cincuenta años del movimiento estudiantil de 1968. Ríos de tinta se han escrito por los ríos de sangre que ha derramado el autoritarismo en nuestro País. No pienso escribir algo nuevo, pero sí me gustaría compartir algunas reflexiones generadas tras largas y profundas pláticas con mi Papá, en aquel entonces estudiante de la Facultad de Medicina en su último año y un activista más en dicho movimiento. ¿Es México un País más democrático? Sin lugar a dudas. Los anhelos de aquellos jóvenes, con el paso del tiempo, se convirtieron en una realidad: ya nos manifestamos, nos expresamos y hasta retamos al poder público sin arriesgar la vida en ello (a veces). Hay más contrastes que certezas. ¿Hemos progresado en el respeto a los derechos humanos? ¿Las corporaciones policiacas son menos abusivas que hace medio siglo? ¿la tortura, la incomunicación y los tratos degradantes son algo del pasado? Ciertamente el autoritarismo y la represión a la antigüita ya no es una regla en el ejercicio del poder (por lo menos no como hace cincuenta años), pero las excepciones no dejan de ser terribles, frecuentes y vergonzosas. Son excepciones más frecuentes de lo que nos imaginamos y también son cruentas y sangrientas. Aguas Blancas en el 95, Acteal en el 97, San Salvador Atenco en el 2006, Tlatlaya y Ayotzinapa en el 2014, entre muchos otros. Y hay un largo etcétera cuyos nombres no han logrado la misma resonancia en medios. La fórmula no es distinta que en otros regímenes autoritarios: Si el Estado no ejerce la violencia en contra de la sociedad y la reprime, la ejercen en su nombre grupos paramilitares y guardias blancas o, lo de hoy, grupos del crimen organizado. No sólo narcotraficantes, sino quienes trafican con combustible, con órganos, con menores, entre muchos otros. Ahí salta la pregunta ¿Estamos mejor que hace cincuenta años? ¿Más seguros? ¿Con mayor prosperidad? ¿Somos más libres? Cada pregunta será debatible en todas posiciones. Mi reflexión es que hemos cambiado, pero seguimos iguales. Unas por otras. México es un país democrático, pero no es un País de derechos. Hace cincuenta años se reprimían movimientos y manifestaciones y se llamaba sedicioso e insurrecto comunista a cualquiera que pensara en ejercer algún contrapeso. Hoy se desaparece y asesina gente so pretexto de una guerra a la que malamente ya nos hemos acostumbrado. Tenemos una normalidad muy distorsionada. No sé si hace cincuenta años era normal encontrar hieleras con cabezas humanas, cuerpos descuartizados y presenciar balaceras cotidianas. Lo que sé es que ya nuestros hijos no juegan en las calles ni tienen mínimas garantías de seguridad. Ni de ejercer un derecho tan básico como el de jugar sin tener que arriesgar la vida en ello. Hemos progresado a ser un país moderno, con un cuerpo normativo robusto y derechos por todos lados, tratados, acuerdos, protocolos y lineamientos, pero no tenemos los mínimos de garantías para ejercerlos. Tenemos democracia para elegir a nuestros gobernantes, somos libres, pero tenemos otras prisiones. Unas por otras… pero no logramos un mínimo aceptable. La violencia y la corrupción han terminado por secuestrar la mayoría de los avances democráticos. Nos han arrebatado lo ganado. ¿No les debemos más -acaso- a los que han dado su vida por nuestro País? Comisiones de la verdad Se ha dicho que habrá una Comisión de la Verdad para la masacre de Iguala. El pasado martes se pidió una más para la masacre de Tlatelolco. Grandes retos enfrentan estas figuras, especialmente por las expectativas sociales que despiertan y las resistencias de actores institucionales. Y especialmente si no tienen facultades como para llevar a los culpables tras las rejas. Como sea, un elemento fundamental es que la verdad, para que sea verdad, debe ser completa. Y para que “la verdad” sirva en un proceso de justicia transicional -en un `proceso de cicatrización nacional- debe incluir todas las aristas, todos los actores y a todos los responsables, tanto quienes apretaron el gatillo como los jefes que lo ordenaron y hasta aquellos quienes utilizaron el conflicto para sus propios fines. Como me gusta decir… se vale soñar. O como decían nuestros padres citando a Marcuse y a aquel mayo francés: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.
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