Septiembres de secundaria
A fines de la década de los cincuenta, estudiaba la secundaria en una escuela al Norte de aquel Hermosillo que terminaba en la recién estrenada Colonia Pitic.

Batarete
A fines de la década de los cincuenta, estudiaba la secundaria en una escuela al Norte de aquel Hermosillo que terminaba en la recién estrenada Colonia Pitic. Yo vivía en El Centenario y todos los días debía levantarme temprano para caminar hasta el inicio del bulevar donde nos recogía un camión escolar. En aquellas caminatas con frecuencia encontraba, al filo del amanecer, liebres que pastaban tranquilas; otras veces veía vacas escapadas del establo cercano que rumiaban felices en los prados.
Cuando arribábamos al colegio, poco después de las 7:00 iba el autobús repleto de adolescentes inquietos que compartían chismes y novedades. Ahí nos enteramos que se iba a comenzar a construir una torre muy alta para transmitir la señal de televisión. ¡Íbamos a tener cinito en casa!
En una tienda departamental frente al mercado municipal, colocaron en sus escaparates varias televisiones prendidas que reclamaban la atención. Sólo se veía lo que llamaban “patrón de ajuste”, unas figuras geométricas en tonos de gris que congregaban por horas una pequeña multitud que parecía esperar que en cualquier momento iniciara una película o una serie de indios y vaqueros. Así sucedió durante meses, y no se agotaba la paciencia de aquellos televidentes germinales y estoicos.
Crecimos en un barrio tradicional, acompañados por parientes y amigos: Pertenecíamos a una pequeña tribu que moraba en unas viejas casonas, unas cuadras atrás de Catedral. Ahí convivíamos primos, abuelos, maternos y también los paternos, en residencias añejas, adosadas una a otra, con nuestro hogar ocupando el cuarto sitio desde la esquina, y flanqueados por la residencia de una familia vecina, con la que no compartíamos apellido, pero sí membresía tribal. A la última vivienda, en la esquina con la calle Londres, llegó a vivir un primo hermano de mi abuela materna, el tío Ramón, afable y simpático, que nos compartía su experiencia de vida en Europa, unas décadas atrás.
Vivíamos frente a un jardín con juegos infantiles. Había columpios, resbaladillas, barras y argollas para ejercitarnos, y mucho espacio para correr. Ahí se reunía la pandilla de chamacos del barrio y caminábamos hasta la Plaza Zaragoza o nos sentábamos a platicar en las bancas de cemento de los parques arbolados y cubiertos de pasto, un lujo en aquel clima árido.
A las 9:00 de la noche se escuchaba en todo Hermosillo la sirena de la estación de bomberos que constituía un toque de queda indudable para los “buquis” de la ciudad. Había que volver a casa, que al día siguiente se madrugaba para ir a la escuela.
El ciclo escolar iniciaba a fines de agosto y las primeras semanas las dedicábamos a familiarizarnos con la novedad de tener maestros por materia, conocer sus peculiaridades y habituarnos a una rutina que iniciaba formándonos en el patio, por orden de estatura y agrupados por salones, para luego marchar más o menos acompasados hacia el aula que nos tocaba.
El modelo de disciplina estaba inspirado en los cuarteles militares: Las órdenes se daban con silbatos y marchábamos hacia las aulas con un orden que intentaba remedar los ejercicios castrenses. La cercanía de la fiesta de independencia nos imponía el compromiso de intentar marchar a un ritmo regular, como preparación para el desfile del 16 de septiembre. Todas las tardes nos llevaban formaditos a recorrer las calles de la colonia, tratando de ajustar el ritmo peatonal de aquella escuadra de adolescentes imberbes: Había que prepararse para marchar en la conmemoración de la Independencia.
El mero 16 salíamos a desfilar desde el bulevar Rodríguez hasta Palacio de Gobierno, marchando bajo un sol inclemente con el termómetro rondando los 40° C, y ataviados con “traje de gala” color azul marino, saco, zapatos boleados y ¡corbata negra! Desde entonces comencé a aborrecer esos trapos. Un ejercicio agotador y ridículo, ataviados como si estuviéramos en el altiplano central. Terminábamos sudando, cansados y, ansiosos por tirar las “galas” esas, descalzarnos y volver a los prados del Centenario.
Ernesto Camou Healy
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