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Veranos añorados

Ni modo: Los calorones iniciaron en mayo, y ahora, que ya es oficialmente verano, continuarán con vigor y cierta animosidad...

Ernesto  Camou

Batarete

El pasado sábado 20 de junio fue el solsticio de verano, la jornada de luz más larga del año y, por ende, la noche más corta. Hace ya siete días que inició oficialmente el verano. En el aspecto climático no parece haber mucha diferencia con una primavera un tanto equívoca: Por lo menos desde el mes de mayo el termómetro sobrepasó con demasiada frecuencia los 35°C, y no ha tenido empacho en rasguñar muy seguido la cota de los 40° C.

Ni modo: Los calorones iniciaron en mayo, y ahora, que ya es oficialmente verano, continuarán con vigor y cierta animosidad hasta que, a mediados de julio comiencen los chaparrones y nos brinden algún respiro paradójico: Descenderá el mercurio, pero no mucho, lo suficiente para exacerbar la humedad en el ambiente y obsequiarnos algunos días fogosos y remojados que nos traerán empapados de sudor y añorando refugios artificiales acondicionados con aires sospechosos, y además onerosos.

Ahora bien, el verano trae algunas ventajas: Los días largos se disuelven en tardes calmosas y prolongadas, que traen con frecuencia una brisilla fresca que invita a pasear por plazas y parques, y asombrarse con los atardeceres acicalados con cielos de un rojo flamígero que, a su tiempo, dan paso a noches estrelladas que nos siguen asombrando.

En aquella adolescencia fugaz solíamos caminar con frecuencia desde la Plaza Zaragoza hacia la capilla del Carmen, y de ahí hasta la colonia San Juan a donde recalábamos amigos y compinches, a la casa del padre Hermenegildo Rangel, un respetable varón pleno de humanidad y sensatez que nos permitía usar su residencia como sitio de reunión y encuentro para aquella tropa abigarrada y siempre animada.

Algunos veníamos desde el Centenario; otros de la Matanza y las Pilas, y también de la calle Chihuahua y la del Carmen. Algunos de la Revolución y otros de Villa de Seris. En esa casa levítica nos daban refugio, espacio de reflexión, y también de juegos. Desde ahí salíamos caminando, a través del lecho seco del río Sonora, y en menos de 30 minutos arribábamos a La Sauceda, la improbable laguna formada por filtraciones de la presa Abelardo L. Rodríguez, con aguas cristalinas y frescas.

Acomodábamos las mochilas bajo los sauces llorones que la circundaban y saltábamos a esas aguas tentadoras y serenas. Ahí chapoteábamos por horas. Cuando arreciaba el hambre, buscábamos el lonche: Unos burritos de frijol con queso, algún huevo cocido, sodas y quizá unas galletas como postre. Algunos sólo llevaban un pequeño sartén, aceite, sal y un sedal con anzuelos para atrapar una mojarra y cocinar un sano bocadillo. Generalmente lograban atrapar a varios de esos pececillos y compartíamos pescado y burritos.

En ocasiones, si estaba nublado, escalábamos los cerros contiguos para volver al chapuzón vespertino y luego tomar rumbo a la ciudad, retornar a los barrios familiares, cenar y dormir a pierna suelta, felices y con la conciencia sosegada.

Entre semana pasábamos las mañanas en casa, ayudando en tareas sencillas; yo leía novelas de aventuras y relatos de viajeros: Me habían regalado unas navidades la Colección Juvenil Cadete, con 60 tomos, sin ilustraciones hay que subrayar, con versiones bien logradas de clásicos de la literatura, desde El Quijote hasta La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne, o las 20,000 leguas de viaje submarino, Tom Sawyer y Huckleberry Finn de Mark Twain y muchas otras que despertaron mi imaginación y me llevaron a vivir en lugares recónditos, cortes palaciegas, bosques milenarios refugio de desheredados y rebeldes que añoraban la justicia y la paz, y convivir con mosqueteros fieles a su soberano, su dama y su amistad inquebrantable. No había televisión y era una bendición: Al caer el sol los mayores sacaban sillas a la banqueta, una jarra de limonada y convivían con vecinos y amistades que deambulaban por el barrio hasta que el sueño los convocaba al lecho, ya tarde, como a las 9:30 de la noche.

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