Estancia en El Rincón
En 1959 viajamos hasta Bacadéhuachi. Éramos la parte infantil de la comitiva de don Juan Navarrete y Guerrero, obispo de Sonora.
En 1959 viajamos hasta Bacadéhuachi. Éramos la parte infantil de la comitiva de don Juan Navarrete y Guerrero, obispo de Sonora. Íbamos a un rancho en la Sierra Alta, llamado El Rincón de Guadalupe.
Desde Bacadéhuachi seguimos en una “troca” hasta el fin de la terracería. Ahí esperaban caballos para el obispo y los sacerdotes; el equipaje iba a lomo de mula y los tres chamacos, caminando. El recorrido estaba pleno de paisajes insólitos y novedosos. Fue entonces que vi mis primeros pinos y encinos: Hasta ese día los únicos que conocía eran los arbolitos de Navidad…
Al principio caminamos por una brecha plana. Después comenzamos el ascenso subiendo con alguna complicación por veredas angostas y empinadas. Iba trastabillando y algunas veces aterricé de forma poco elegante a un lado del sendero. Caminaba distraído entre aquellos árboles altísimos, aspirando el aroma del bosque, entre matorrales insólitos y los pájaros carpinteros que presumían su copete rojo mientras revoloteaban entre los troncos.
Después de un rato llegamos un punto donde la sierra se abría hacia la ladera que descendía hasta nuestro destino: El “puerto”. El camino de bajada fue menos cansado, pero con obstáculos y piedras resbalosas. Alguna vez caí y rodé hacia abajo, luego seguí la travesía con el decoro un poco abollado.
Después de casi dos horas llegamos al Rincón: Primero avistamos un corral con reses y las casitas de los vaqueros. Al Oriente, sobre la ladera de la misma sierra, se habían excavado tres terrazas amplias donde estaba el rancho vacacional. En la de más arriba había varios galerones de adobe con techo de lámina de zinc en los cuales se instalaron varios talleres: De mecánica, electricidad, carpintería, talabartería, herrería y un almacén con palas y picos y muchas herramientas diversas. Frente a ellos corría una banqueta de piedra laja, y una calle aplanada a la que no accedía carro alguno.
Al siguiente nivel se bajaba por escalones de madera y ahí estaban las habitaciones de los curas y obispo, y una pequeña biblioteca. Al lado estaba un largo edificio que fungía como comedor y cocina para una pequeña multitud. Al final, estaba la panadería con un horno de leña donde preparaban panes para más de 60 jóvenes hambrientos. Ahí pasé muchas horas y medio aprendí a hacer pan.
De ahí se bajaba al tercer nivel: Dos largos galerones separados por una capilla. En cada uno de las naves había dos hileras de catres. Al final estaban las regaderas, lavamanos y excusados. En uno dormían los estudiantes de Filosofía, en el otro, los de Teología. Nos acomodaron con los filósofos.
A las 6:30 nos levantaban, nos aseábamos y vestíamos para luego pasar a misa. Después de la celebración había un tiempo para meditar o leer y luego el desayuno: Avena, alguna fruta y unos tazones de café con leche acompañados de panes boludos y esponjosos a los que poníamos nata y un poquito de azúcar.
En las mañanas hacíamos faenas: Nos tocó ir al cerrito vecino a traer lajas para las banquetas. Nos cargaban con pequeñas losas, pero el trayecto incluía una bajada y luego un ligero ascenso. Acabábamos fatigados. Un día hubo matanza, y por largas horas nos dedicamos a “mosquear” con ramas la carne cecinada y colgada al aire libre; mientras tanto en la cocina cocían y enlataban la carne para comerla semanas después. Nos tocó lavar en el arroyo las tripas y estómagos del animal para preparar el menudo. Muy sabroso.
Por las tardes llovía y nos dedicábamos a leer, a platicar en corrillos o a ver los rayos en lontananza. Luego rezábamos el rosario en la capilla y pasábamos a cenar. A veces caminábamos una centena de metros al Oriente, para contemplar el cielo estrellado y magnífico en esas noches oscurísimas. Un generador nos daba luz hasta las diez de la noche. A esa hora nos acostábamos y yo dormía de un tirón hasta el amanecer…
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