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Tormento constitucional

Gonzalo N. Santos usaba una frase que ejemplificaba el escaso valor que le daba a la Ley: “Vamos a darle tormento a la Constitución”

Joaquín  Robles Linares N

En los años posteriores a la Revolución Mexicana se revelaron personajes que dominaron la política en diversos estados del País, se enriquecieron ostentosamente y manejaron a voluntad sus entidades. Las instituciones que acompañaban a la administración pública y que penosamente intentaban hacer su función eran absorbidas y convertidas en coto particular de estos individuos.

Uno de los más célebres protagonistas de esta estampa posrevolucionaria y dueño de una gran cantidad de anécdotas fue Gonzalo N. Santos (1897-1978), potosino orgulloso de su origen y trayectoria, de comprobado talante caciquil y anticlerical. En nombre del movimiento revolucionario y de su proyecto social, cometió innumerables atropellos pasando por pavorosos asesinatos. Sin ningún rubor, se ufanaba de aquella condición que el poder revolucionario le había otorgado. Como muestra irrefutable de la autoridad secuestrada, proclamaba con desparpajo que San Luis Potosí era “su prebostazgo”, como si el movimiento revolucionario se lo hubiera escriturado o la propiedad que presumía fuera resultado de un pleito de cantina.

Gonzalo N. Santos usaba una frase que ejemplificaba el escaso valor que le daba a la Ley: “Vamos a darle tormento a la Constitución”, entendiendo esto como la negación misma del Derecho y patentizando la arrogancia del poderoso. Después de cometer aquellos actos violatorios, respondía con sorna al haber despedazado la Carta Magna: “La Constitución aguantó”.

Hoy atestiguamos la misma cultura política. Al comparar los argumentos del temerario cacique con los del Presidente, se observa el mismo rencor, el mismo furor verbal y el mismo desprecio por la ley, salvando a Santos en dos detalles: no era demagogo y era más sincero. Asistimos al preámbulo de la total demolición institucional sin remedio, a la extinción de un Estado democrático para erigir una propiedad particular, algo muy lejano de una república y más parecido a un régimen absolutista, con un propietario que decide el destino de una nación y de sus habitantes.

Para dar un ejemplo, la noche del viernes fue publicado en el Diario Oficial las dos reformas que abonan al cesarismo tropical: la modificación al Derecho de Amparo y las reformas a la Ley de Amnistía. Como en cualquier régimen despótico, a partir de esta reforma el mandatario -omitiendo cualquier obstáculo legal o procedimiento- dará el perdón o el castigo como si se tratara de un rey que se conduce sin miramientos, por un lado el garrote y por el otro la clemencia.

Como un personaje sacado de los relatos de Jorge Ibargüengoitia, dramáticamente caricaturesco y con una sed de perpetuación compulsiva, habla a diario sin parar y se siente el depositario de la Patria, dueño de sus habitantes y su futuro. A partir de octubre, decidirá desde el trópico los destinos del País, siempre observante y atento a cualquier distracción o distorsión de lo que él presume es su poder. Inexistentes los consensos, los acuerdos y las formas, no hay nada por esa ruta, los votos y los abusos para agenciarse la sobrerrepresentación legislativa es prueba irrefutable de que no les interesan.

Próximamente ya no se cumplirá lo que Gonzalo N. Santos declaraba al alardear la fortaleza del ordenamiento jurídico ante el suplicio del déspota: la Constitución ya no aguantó, murió a manos de sus captores. Sufriremos otro Maximato y rememoraremos aquella presidencia de Pascual Ortiz Rubio, cuando la gente repetía burlona al pasar por Chapultepec, ya que Plutarco Elías Calles vivía en la colonia Anzures: “Aquí vive el Presidente, pero el que manda vive enfrente”. En los días por venir y al transitar por Palacio Nacional seguramente se dirá: “Aquí despacha la soberana, pero quien manda viene de Macuspana”.

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