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Presidentes

Durante siglos México ha buscado en el sistema presidencial una figura justa e íntegra que lleve el mando de la Nación, más de 200 años intentando encontrar una personalidad confiable que resuelva la vida nacional, toda una batida interminable en el tiempo, a veces sinuosa y frustrante, otras fatalmente sangrienta.

En la historia mexicana abundan los carruajes presidenciales, trenes, aviones, residencias y, como si no hubiese una carga histórica o simbólica, el actual vive en un Palacio que fue sede del poder despótico en el virreinato, en tiempos recientes convertido museo nacional y visitado por miles, hoy transfigurado en casa habitación del poder en turno y vedado a los ciudadanos.

Desde hace dos siglos innumerables personajes han tenido como objetivo la Presidencia de la República, únicamente en dos periodos se ha omitido tal posición, en el Primer Imperio con Agustín de Iturbide y el Segundo Imperio con Maximiliano, el primero duró nueve meses, de julio de 1822 a marzo de 1823, luego llegó la debacle y con él la desaparición de Agustín I como libertador.

El segundo fue algo más largo, de mayo 1864 a junio 1867, aquel heredero de la familia imperial más longeva de Europa, los Habsburgo, terminó fusilado junto a un criollo, Miramón, y a un indígena otomí, Mejía. La imagen misma de la complejidad política de México a los pies de un cerro. Tanto Iturbide como Maximiliano acariciaban un objetivo común, crear un imperio y fundar una monarquía en un país que rechazaba tal pretensión.

A partir de la era posrevolucionaria, se instaló en la clase política y los presidentes la idea de la construcción de instituciones, desde ahí se edificaba la trascendencia no desde la asonada o el cuartelazo, siempre al amparo de aquella imagen casi todopoderosa del gobernante.

Esto había que complementarlo con un partido que estuviera al lado del mandatario y al servicio del mismo, adicionalmente ensayaron una narrativa que justificara tal decisión.

Esto se fue desgastando con el paso de los sexenios, pero paradójicamente, lograron crear una épica alrededor de aquel movimiento y sus dirigentes. Así fueron transitando por décadas, vendrán algunos mejores que otros, pero todos abrevarán del mismo licor ideológico y lo derramarán hasta cautivar el relato nacional.

Los presidentes permanecerán en la cúspide del poder y se trasminará la idea de que debían ser intocables junto a la Virgen de Guadalupe y el Ejército. Después de décadas y con el arribo de la lucha democrática a esta figura la fueron despojando de aquel blindaje y oropel. Desde las bancadas de oposición y la prensa contraria, el poder fue objeto de una tenaz crítica, aquella autoridad se vio obligada a equilibrar su fuerza con los legisladores, la oposición y la sociedad.

De todo aquello que aún quedaba, había algo que no se había extraviado, la edificación de instituciones, así aparecieron organismos que revitalizaron la vida pública.

Aunado a esto, los gobiernos conservaban algunas eficiencias en áreas centrales para nuestro desarrollo, sin desdeñar atrasos u omisiones y por supuesto, sin dejar de señalar la corrupción como un mal secular.

Hoy tenemos un Gobierno que se caracteriza por su destructiva incompetencia, que no respeta la ley, a las instituciones y a los contrarios y, por si fuera poco, los ataca con toda la fuerza del Estado. Donde la corrupción ha crecido de forma escandalosa y ha contaminado hasta la misma familia presidencial. Una administración que nunca aplica correctivos ni reconoce omisiones o errores. Apoderado del micrófono cree que con peroratas se resolverán los problemas, cuando fatalmente, ni siquiera pueden arreglar un elevador.

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