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Traiciones

SEPTENTRIÓN

En medio del griterío se aproximaba a caballo el general Francisco L. Urquizo, agitado e intentando protegerse, los disparos rebotaban al impactar el vagón del ferrocarril presidencial. Al interior de aquel transporte, apaciblemente sentado como si estuviera trabajando en su oficina de Palacio Nacional, Venustiano Carranza permanecía inmutable.

Urquizo -en quien se basa este relato-, le suplica salir inmediatamente, Estación Aljibes se había convertido en el naufragio de aquel Gobierno, toda la administración federal arriba de aquellos trenes descarrilados, máquinas de escribir, archiveros, escritorios, incluyendo el Tesoro Nacional. En medio del caos generalizado, se le ruega al Presidente abandonar el lugar.

Carranza, inalterable, contesta que él no va a ninguna parte, detrás de aquellos lentes ligeramente oscuros se escondía invariablemente una mirada apacible en momentos de grave tensión. El Presidente, con voz calma y sin mover un músculo, explica que además no tiene caballo, el suyo murió en un combate reciente. Urquizo alza la voz reflejando angustia, con respeto le contesta que le tienen otro. No responde, el mandatario toma su tiempo y medita, deja pasar largos minutos, después se levanta parsimoniosamente y sale del vagón.

La música siniestra de las descargas no para, sus acompañantes encojen los hombros a cada zumbido, esconden la cabeza al escuchar los impactos. Carranza, montado y erguido le llama a su ayudante, le pide que le alargue los arciones, estos le acortan los estribos. El ayúdate cubriéndose el cuerpo se acerca y hace los acomodos a toda prisa hasta que el Presidente le da las gracias.

Después de esta demostración de aplomo, Carranza y sus hombres toman rumbo hacia la sierra de Puebla, a una corta distancia los adversarios lo siguen y el apremio por avanzar es de sus acompañantes no del mandatario.

Este es quizá el tránsito más penoso que ha sufrido algún Presidente mexicano, acosado, sin comida ni reposo y con una caballada famélica, acompañados de un tiempo borrascoso y una orografía accidentada. Habrá momentos en que aquel Presidente -ya sexagenario-, tomará al caballo por la cola para poder ascender aquellas escabrosas montañas, lo mismo al bajar por acantilados, lo hará a píe tomando las riendas de su caballo con cuidado para no despeñarse.

A los días llegarán diezmados y agotados a un pueblo paupérrimo, Tlaxcalaltongo, unas cuantas casuchas de paja con piso de tierra. Hasta ahí se les había sumado el general Rodolfo Herrero, quien había sido aceptado en aquella columna por la relación entre éste y el general Francisco de P. Mariel, hombre cercano al Presidente.

Aquella tarde del 20 de mayo de 1920, Herrero aloja a Carranza en una choza, Herrero advierte en qué parte de aquel desdichado alojamiento quedará ubicado el mandatario. Urquizo relata una experiencia premonitoria, al llegar a aquel miserable poblado, observa en una pared de piedra escrita la frase: “Muera Carranza”, con letra tortuosa y plasmada con carbón.

Don Venustiano fatigado y con las ropas raídas conversa imperturbable con Manuel Aguirre Berlanga, quien esa noche se aloja junto al Presidente, este le escucha pronunciar con solemnidad aquella frase de Miguel Miramón la noche previa a su fusilamiento: “Dios esté con nosotros las próximas 24 horas”.

La madrugada del 21 aquella cabaña es atacada por órdenes de Herrero, Carranza es asesinado. Otra traición, como tantas veces en nuestra historia. Como en aquellos días funestos México vive otro mayo de deslealtad y mezquindad, Movimiento Ciudadano -fiel a su origen-, conspira para asesinar nuestra democracia. La traición pervive en políticos sin honor y compromiso democrático. Rodolfo Herrero será expulsado del Ejército y vivirá repudiado hasta su muerte en 1964.

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