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Desde la Polis

En los negocios, en el desarrollo de la tecnología o en el de las políticas públicas… una cosa es tener una idea y otra más compleja es saber cómo bajarla a la realidad, haciendo que funcione. Para estudiar en Harvard, tuve que escribir un ensayo donde explicaba por qué quería entrar ahí, y que describiera alguna política pública que pudiera ayudar a resolver un problema que yo considerara prioritario. En el 2007, México tenía una serie de problemas estructurales que impedirían que las condiciones fueran resueltas por los mismos factores que abonaban a la negativa situación. Expliqué que teníamos un Gobierno muy corrupto, con una estrategia de seguridad fallida (quien estudió, podía saber lo que pasaría), con tanta desigualdad social, tanta pobreza, con un sistema educativo quebrado… y expliqué por qué creía que las personas más beneficiadas de un escenario así eran quienes tenían el poder. Subrayé que no existían los incentivos para que esas personas -que eran parte del problema- cambiaran el statu quo, siendo que esas mismas condiciones deformes eran las que los tenían encumbrados. Por lo tanto, para corregir el sistema, debía explotarse el potencial de una fuerza externa. La única alternativa -escribí- era desarrollar una serie de herramientas para que la ciudadanía (cuya parte activa en ese momento sólo participaba en marchas, o en simposios) ejerciera un contrapeso real frente al poder de un sistema de intereses creados… pues se supone que eso era la democracia. En ese momento yo tenía 24 años, acababa de recibirme como abogado y con muchísimo camino por recorrer. Dije en ese texto que quería estudiar ahí porque tenía esa idea, pero no tenía ni una pista de cómo aterrizarla a la realidad, con la sofisticación y aplicabilidad que toda política pública necesita para ser efectiva. “Quizá aquí aprenda una que otra cosa para hacer que esto funcione”, escribí. Un año y medio después, ya en mi tercer semestre como alumno, quedé en verme con un grupo de amigos para festejar mi cumpleaños. Iba en camino al bar, cuando una compañera de la India me llamó para decirme que estaba con alguien que yo “forzosamente debía de conocer”. Fue tan insistente que regresé a la escuela. Resultó ser una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Al llegar, escuché a este colombiano, con barba estilo Lincoln, en un saloncito, hablando frente a siete u ocho alumnos sobre su experiencia como alcalde de Bogotá, en medio de la locura de la narcoviolencia en los noventa. Cuando la ciudadanía, después de probar con políticos de “chile, dulce y manteca”, se dio cuenta de que no había gran cambio, sorpresivamente lo eligió (era el rector de la Universidad Nacional de Colombia, un filósofo y matemático cuyo planteamiento no consistía en militarizaciones, ni en crear más músculo policiaco o en promesas de corte grillo-fantástico); él proponía regenerar a la sociedad a partir de lo que se podía hacer desde dentro de ella, teniendo como estandarte lo que él llamó “cultura ciudadana”. Transformó Bogotá. Bueno, como podrán imaginarse, todo lo que nos platicó fue música para mis oídos. Al finalizar, me acerqué y le dije qué me había llevado a Harvard y en qué estaba trabajando. Se interesó y aproveché para invitarlo al bar (donde me seguían esperando) y aun cuando dijo no poderse quedar, accedió a caminar conmigo para escucharme. Al terminar nuestra charla, hizo énfasis en la importancia de que me enfocara en la interacción humana. Un año después, y tras concluir casi 10 años de preparación académica fuera de Hermosillo, regresé al terruño. Trabajando desde cero, con un perfil bajo, integramos un esfuerzo multidisciplinario, con integrantes de todo contexto socioeconómico, para intervenir el polígono históricamente descompuesto de las colonias El Ranchito y Bellavista, al Oriente de la ciudad. Al ser un programa de intervención con independencia absoluta del Gobierno, debimos hacer mucho con muy poco, centrándonos en la calidad de nuestros planes de acción. Para pacificar, debíamos hacer que todos los participantes (tanto los de dentro, como los de fuera de la zona) se mezclaran y reconocieran como entidades que comparten una ciudad, un ecosistema, retos y esperanzas. En cinco años, sin el uso de la fuerza, logramos una reducción del 70% en la incidencia delictiva. La clave fue que nos mezclamos, que interactuamos. Recientemente, el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) ha presentado el resultado sobre un paradigmático estudio sobre la desigualdad, indicando que el epicentro de esa condición, no es tanto el hecho de dónde vivamos o en qué trabajemos, sino con quiénes y cómo interactuamos. En mi experiencia, la interacción se tradujo explícitamente a saneamiento del tejido social (en un entorno de alta violencia y desprecio por los problemas ajenos), pero me parece fascinante que también haya implicaciones en la trayectoria para reducir potencialmente la desigualdad socioeconómica. Hoy, el nuevo Gobierno de la República enfoca su apuesta para la pacificación en la Guardia Nacional, en el programa de entrenamiento laboral y en las becas a ninis. Deberían animarse a ejecutar un programa a ras de suelo, con intervenciones sociales directas, donde el epicentro sea el involucramiento de ciudadanos -de cualquier nivel- interactuando entre sí, compartiendo el trabajo de mejorar sus propias comunidades. Quizá pueda ser más efectivo.

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