Vía libre
En México se dice que hay muchos libros pero pocos lectores. Para que el número de lectores crezca se requeriría un ambiente cultural propicio y claro que muchos de los rezagos económicos estén más o menos resueltos. Difícil pensar que un mexicano de bajos ingresos resuelva adquirir un libro si antes no ha podido solucionar qué comer en el día o en la semana. Los libros son caros y, tristemente, muchos se quedan en los anaqueles o en los almacenes de las casas editoriales, o bien en algún lugar de las instituciones educativas que cuentan con área de publicaciones. La mitad de los mexicanos son pobres y difícilmente pueden considerarse como mercado potencial para los empresarios de la cultura escrita. Esto, insistimos, es un obstáculo para crear una comunidad lectora sólida y que pueda crecer. Pero también, por supuesto, el entorno es determinante: La TV trunca las posibilidades de avanzar en ese terreno. Niños y jóvenes se pasan horas como espectadores de las variedades ofrecidas por este medio de comunicación. El contexto adverso se ha acentuado con el uso generalizado de dispositivos electrónicos y el desarrollo de redes sociales. La desmesura con que se utilizan es lo preocupante pues el tiempo dedicado a ellos es en parte un desperdicio y bien pudiera emplearse para la lectura. En este terreno, creo que las autoridades responsables tienen mucho que hacer. Las ferias de libros son un medio para acercar títulos interesante a un mercado potencialmente masivo. Una buena noticia es que las ferias en México se han extendido. Casi todas las ciudades del País cuentan con su propia feria. Una de las mayores es la Feria Internacional del Libro, la FIL, que se realiza cada año por estas fechas en Guadalajara. A decir de los expertos en la materia, la de la Perla Tapatía es, después de la de Francfort, la más grande y una de las más prestigiadas del mundo. Quienes hemos tenido la oportunidad de asistir a esa magna puesta, corroboramos que dignifica el potencial cultural nacional. Hay otros lugares cuyas ferias paulatinamente cobran relevancia. Por ejemplo, en estos momentos está la de Oaxaca que sirvió de marco para otorgarle un nuevo reconocimiento al multipremiado José Emilio Pacheco. También se celebra la del Zócalo de la Ciudad de México, organizada por el Gobierno del DF; la UNAM monta la de Minería que ya es una tradición y que aprovecha el majestuoso Palacio de Minería para hospedar a los libreros nacionales y del mundo. La verdad es un deleite admirar tantos y tantos libros en ese histórico recinto. Tuve oportunidad de acudir a la feria que organiza en Hermosillo el Instituto Sonorense de la Cultura, realizada ahora en un enorme almacén contiguo a un visitado mall de la ciudad. Aunque no pude asistir a muchos de los eventos programados ni revisar con detenimiento todas las opciones editoriales de la feria, constaté que poco a poco ésta adquiere un olor a tradición, requisito indispensable para que este tipo de eventos perduren y trasciendan los estrechos límites sexenales. Volviendo a las ferias de los libros nacionales, la del Zócalo estuvo dedicada este año al Nobel Gabriel García Márquez. La justificación es múltiple: En el 2012 se cumplen 50 años de que el popular Gabo radica en el País; 45 de que escribió en la Ciudad de México su obra cumbre “Cien años de soledad” y 30 de haber recibido el Premio Nobel de Literatura. Agregaría también que en este año se supo oficialmente que el colombiano se ha retirado de la vida pública, a propósito de los problemas que lentamente afectan su memoria. Sobre García Márquez, el periodista SchererGarcía escribió en su reciente obra “Vivir” lo siguiente: “Me resultaba claro que nunca más vería a García Márquez y obedecí a un impulso: Despedirme de él con algún objeto de su vida de todos los días (…) Mónica, su secretaria, explicó que doña Mercedes había dispuesto para mí uno de los volúmenes de Cien años de soledad dedicados al Nobel por la Real Academia de la Lengua (…) Mónica se dirigió al Nobel: ¿por qué no dedica el libro a don Julio, maestro? García Márquez pidió una pluma (…) y empezó a escribir y de pronto se detuvo ¿Cuál es tu apellido? preguntó (…). El Nobel y su secretaria me acompañaron a la calle. En la quietud relativa de algunos automóviles que circulaban, me dijo el escritor que volvería a buscarme. Yo le di un beso”. Uno de los gigantes de los libros se está yendo. Esas son pérdidas de veras, de las que duelen. Álvaro Bracamonte Sierra. Doctor en Economía. Profesor-Investigador de El Colegio de Sonora.
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