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Un Cristo entre los surcos

¿Cómo pasaron su Navidad? La mía fue un suspiro cargado de tamales, sopa fría, comida china, ensalada de bombón y un chocoflán glaseado con cajeta.

Beatriz  Limón

¿Cómo pasaron su Navidad? La mía fue un suspiro cargado de tamales, sopa fría, comida china, ensalada de bombón y un chocoflán glaseado con cajeta. Espero que la suya haya sido ese remanso de amor que solo existe cuando se permanece en familia y amigos, en el calor de las querencias, entre los platillos cocinados con delicadeza y amor.

Pero lo que más disfruté fue la Nochebuena. Conducir entre pequeños caminos rodeados de ranchitos solitarios, entre el aire fresco de diciembre, las parcelas del Valle Imperial, bajo una llovizna titubeante, con rumbo hacia una pequeña iglesia. Tengo que compartirles que el mural del templo capturó mi atención: un Cristo entre los campos, bañados por un sol anaranjado con toques azulados, parado con los brazos abiertos, y tras él, los surcos de las parcelas alineados con precisión casi geométrica.

En el mural no aparecía un cielo idílico que evocara el paraíso, ni un Cristo crucificado que recordara la nueva alianza. Cristo estaba de pie entre los campos, en el mismo terreno donde los inmigrantes siembran, barbechan y recogen la cosecha. La imagen lo situaba no en lo divino y distante, sino en la vida cotidiana, compartiendo el esfuerzo y la espera que definen el trabajo de la tierra.

Pero resulta que yo también he visto a Dios en esos paisajes campiranos, cada vez que recorro los caminos de este valle, los de aquí y los de allá, siento el corazón hinchado de amor. Puedo ver el toque divino en las planicies y esas perspectivas que parecen eternas, donde la cosecha se abre paso. El olor a tierra de campo, los cielos abiertos, casi siempre despejados, coronados por un sol ardiente, me han traído la paz siempre.

Cada que me voy de mi tierra y regreso, vuelvo a encontrarme con la belleza simple del valle y esa certeza de sentirse abrazada, como cuando te acurrucas en los brazos de tu abuela. Cuando me preguntan por mis raíces, digo con orgullo que soy de Mexicali, una ciudad industrial forjada por las manos de los campesinos, los hombres de manga de camisa, como les decimos aquí. Pero también hablo, sin tapujos, del Valle Imperial.

Es entonces cuando emerge mi identidad fronteriza y la certeza de que ningún cerco puede definir nuestros lazos, ni contener los afectos, la memoria y el trabajo que se cruzan de un lado a otro todos los días.

Nunca lo había pensado así, pero quizá mi corazón sea el de una mujer de campo que se extravió en una ciudad inmensa de Arizona. Y cada vez que regresa a casa, el campo la recibe con una ternura silenciosa, la abraza, le devuelve el aliento y le susurra al oído que aquí, entre la tierra abierta y los horizontes largos, siempre tendrá un lugar seguro.

Esa fue mi Navidad, un día sencillo en una pequeña ciudad del campo. Y si puedo compartirles un secreto, es este: en lo sencillo suele habitar lo divino.

Feliz Navidad a todos, y espero verlos en 2026.

*- La autora es periodista independiente para medios internacionales.

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