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De mariachis y otros sones

Cuando mencionamos a la música bajacaliforniana con sentido nacional.

Gabriel  Trujillo

Cuando mencionamos a la música bajacaliforniana con sentido nacional, el primer conjunto que viene a la cabeza es el del mariachi y sus sones nacidos en el interior del país. Pero no olvidemos que en la frontera el mariachi era visto como un acto de entretenimiento para los visitantes del otro lado. Especifiquemos: en la época de la ley seca muchos turistas buscaban un sabor español en la música que escuchaban en los centros de diversión de la frontera, pero para los mediados del siglo XX en adelante, el sarao español y las falsas panderetas dieron paso a grupos musicales autóctonos, ya sea de música tropical y de mariachi, que acabaron por ser los grupos representativos de la música vernácula tradicional. Las autoridades les brindaron su apoyo como una trinchera del nacionalismo mexicano en plena frontera norte, pero también los ubicaron en sitios estratégicos donde no perturbaran el sueño de la población. Allí están, como espacios urbanos dedicados a los músicos vestidos de charros, el parque Constitución con su plaza del mariachi en Mexicali y la plaza Santa Cecilia, en los límites de la zona centro y norte en Tijuana. Aída Silva Hernández, en su libro de entrevistas titulado Perfiles de Tijuana. Historias de su gente (2003), expone que en esta última plaza “las 24 horas, en turnos, 300 mariachis cantan a todo pulmón” y que allí, entre “panaderías, restaurantes, billares y bares,” entre “vagos, marías, deportados o cantineras,” la música vernácula mexicana se mantiene viva y a la expectativa para cualquier fiesta o agasajo.

Luis Contreras, músico mexicalense, recuerda que la música vernácula mexicana no sólo se tocaba en ceremonias cívicas o en cabarets: en el parque Hidalgo, hacia mediados del siglo XX, “en cada juego tocaban antes de empezar el juego y entre cada ining, una melodía o dos”. Y lo mismo pasaba en las corridas de toros, en los certámenes deportivos e incluso en los estrenos de las salas de cine. En el cine Reforma, por ejemplo, entre los años cincuenta y sesenta se acostumbraba presentar un conjunto musical acorde al tema de la película de estreno. Como este cine pasaba sólo cintas mexicanas, si era una película norteña, con el Piporro, se contrataba a un conjunto norteño; si era de charros, a un mariachi; si era de amor, a un trío; si estaba la acción ubicada en la costa o en las selvas del sur, a un grupo de música tropical. Era la mercadotecnia de aquellos años por demás ingenuos, pero es importante considerar que en Baja California había conjuntos musicales para todos los gustos y representativos de todas las regiones del país. Y es que el programa Bracero, constituido a partir de la entrada de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial, creó en la frontera un microcosmos del país entero, un escaparate del alma musical de México. Y no sólo de México, pues abundaban las giras de bailarines argentinos acompañados de su conjunto de tango, de cantaores de flamenco y crotalistas españoles, o de soneros cubanos con sus bailarinas descocadas. Recuérdese que Fulgencio Batista visitó Mexicali cuando aún no era el dictador sangriento que llegó a ser para el pueblo cubano.

Otra vertiente del canto popular fue la canción romántica. En este sentido destaca la labor de Jorge Charles Piña, director fundador del Instituto Estatal de Bellas Artes, profesor de danza y autor del álbum de partituras Florilegio de la canción romántica (1985). En esta colección de partituras originales con fines didácticos, Piña escribió la letra de las canciones, mientras que la música estuvo a cargo de José María García Radillo y Jacinto Mendoza. En su presentación, Jorge Charles Piña resume lo que significa como ideario sentimental, como idiosincrasia colectiva, la canción mexicana escrita y compuesta desde Baja California: “¿Qué es la canción mexicana?... Es un chispazo de luz, una endecha de amor o de amargura. Es el envío sentimental y emotivo del alma. Una canción es sencillamente un pequeño sentimiento esbozado de ilusiones fugaces, un arrullo que palpita, una oración apenas musitada, una cadencia de quimera, sollozos de silencio, murmullo de plegaria, llanto convertido en melodía, suspiro arrebatado de ternura, lágrima congelada; eso y algo más, expresado en armonía”. En pocas palabras, la música en Baja California daba para todos los gustos y sensibilidades. Era, en todo caso, espacio de convivencia y baile y festejo. Lo que nos unía, como comunidad de migrantes, en la plaza pública.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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