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Septiembre, un grito de dolor

Es septiembre, y el grito que elevo no es festivo. Es un grito que nace del corazón y de la memoria.

Beatriz  Limón

Es septiembre, y el grito que elevo no es festivo. Es un grito que nace del corazón y de la memoria, un grito por mi México que reclama esperanza, justicia y dignidad. Lo lanzo para recordarte, como alguna vez fuiste: libre de violencia, altivo y majestuoso.

Tristemente, la inseguridad y la impunidad se han arraigado en los rincones de mi país. En Baja California, el lugar que siempre he llamado hogar. Mi estado, antes sinónimo de prosperidad y riqueza cultural, hoy se siente distinto. Recuerdo caminar por las calles de Mexicali sin temor, con la certeza de que cada paso era firme y seguro. Recuerdo también el orgullo de ser cachanilla, de pertenecer a una tierra noble y generosa. Ahora, esa memoria se enfrenta con una realidad que duele, una vida cotidiana marcada por la incertidumbre, donde el miedo ha reemplazado a la confianza y la esperanza de volver a aquellos tiempos, parece cada vez más lejana.

En Ensenada, una ola de asesinatos contra empresarios por el cobro de piso ha dejado cicatrices profundas en la comunidad. Un dolor latente, que no sana. Las historias de La Rumorosa, cargadas de rumores y acusaciones sobre el contrabando de combustible, exponen un fenómeno donde funcionarios públicos aparecen señalados como cómplices.

San Felipe, para muchos, se ha convertido en un territorio sin ley. La muerte de Sunshine Rodríguez, un líder pesquero, junto con la de otros pescadores, permanece impune y simboliza la fragilidad de la justicia en la región.

Y en Mexicali, ciudad sencilla, foada por trabajadores del campo, el crimen organizado y la corrupción avanzan como una grieta abierta. Sus habitantes observan con preocupación cómo la integridad de sus líderes parece desvanecerse, devorada por intereses oscuros.

El panorama que se dibuja es el de una Baja California desgarrada entre su identidad y un presente marcado por la violencia. Para muchos, la pregunta no es solo cómo enfrentar el crimen, sino si todavía existe voluntad política suficiente para rescatar al estado de las fuerzas que lo consumen.

No es solo Baja California la que parece atrapada en un agujero negro de impunidad. Sonora, la que puedo llamar mi segunda casa, atraviesa también uno de los momentos más críticos de inseguridad en su historia reciente.

En Cajeme, uno de los municipios más golpeados, la presidenta Claudia Sheinbaum reconoció por primera vez que los índices delictivos van en aumento. Lo hizo a medias, en el mismo acto en que aceptó la gravedad de la situación, ofreció palabras de aliento al gobernador Alfonso Durazo, cuya gestión ha estado marcada por la incapacidad de contener la ola de homicidios.

Durazo, un político con trayectoria nacional y aliado cercano del gobierno federal, prometió transformar Sonora en un modelo de seguridad. Pero en la tierra Yaqui, los resultados han sido escasos. Los habitantes observan cómo la violencia se normaliza, mientras el Estado parece replegarse ante el poder del crimen organizado.

El reconocimiento presidencial llega tarde, y para muchos sonorenses, suena vacío. Entre las estadísticas crecientes y la percepción de un futuro cada vez más incierto, lo que se impone es la pregunta de si ¿la crisis de inseguridad ha desbordado a las autoridades locales y que amenaza con profundizar en todo el país?

Baja California, me duele. Sonora, me duele. Y México entero, me duele. La justicia clama en cada esquina, en cada familia, en cada voz silenciada. No es un lamento aislado, sino un reclamo urgente, que quienes gobiernan miren de frente a su pueblo y asuman, de una vez por todas, la responsabilidad de sanar esta tierra.

*- La autora es periodista inmigrante.

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