Entre dos desiertos ardientes
La semana pasada volvía de un viaje a Tucson cuando Dianna, una gran amiga.

La semana pasada volvía de un viaje a Tucson cuando Dianna, una gran amiga, me lanzó una pregunta aparentemente inocente: “¿Hace calor en Mexicali?”
No pude evitar reírme. No una risita cortés, sino una carcajada honesta, de esas que brotan cuando alguien subestima la furia de mi desierto. Le dije que una de las pocas razones por las que no lloré al dejar Mexicali fue porque el clima de Arizona se le parece tanto que, por un momento, pensé que no me había ido.
Amo el desierto. Será porque encuentro una belleza brutal en su hostilidad. En Mexicali, agosto no es solo un mes, es un rito de fuego que solo los cachanillas entienden.
Cuando Dianna preguntó por la temperatura, respondí sin rodeos: “En agosto, en ocasiones rebasamos los 50 grados”. Me miró con los ojos bien abiertos. “¿Y tienes refrigeración?”, preguntó con auténtica preocupación. Me reí de nuevo, más fuerte esta vez. Le dije que si no tuviera aire acondicionado, ya estaría calcinada. Uno no soporta el verano. Uno sobrevive.
Y sin embargo, hay algo entrañable y casi adictivo en ese calor aplastante. Los cachanillas hemos aprendido a reírnos de él. A convertirlo en parte de nuestra identidad. En el fondo, sabemos que si puedes con un agosto en Mexicali, puedes con casi cualquier cosa. Los arizonenses lo entienden bien; aquí también se te queman los pies y se te funde la conciencia.
Mientras manejaba, pensaba en la Beatriz de los agostos en Mexicali, cuando la sombra se convertía en un tesoro y tocar el volante sin quemarse era mi superpoder. Los asientos de vinil eran una trampa silenciosa: jamás te sientes en ellos en agosto. Las joyas, anillos y cadenas se quitan al subir al carro, porque con el calor se convierten en lenguas de fuego. El calor no se evita. Se enfrenta.
En mi ciudad, durante el verano, nadie juzga una cerveza fría a las once de la mañana. Porque cuando el sol aprieta, el reloj pierde autoridad y todo se vale. Eso es lo que tanto amo. Cerveza en la mañana, al mediodía, en la noche.
En las casas cachanillas, los abanicos de techo no son un adorno, son parte de la arquitectura emocional del hogar. Hay uno en cada habitación, y si el presupuesto lo permite, hasta en el baño. En Mexicali, el confort no se negocia; se ventila.
Agosto no perdona. Salir con sandalias de plástico puede terminar en suelas derretidas. Cocinar después de las once de la mañana es exponerse a una cocina convertida en caldera. Algunos conductores se cubren el brazo izquierdo con un trapo para evitar que el sol se los chamusque en los semáforos. Los que no lo hacen andan como el yin y el yang: mitad quemados, mitad blancos. Olvidar algo en el carro es condenarlo. Una vez, unas gafas de sol quedaron como queso Oaxaca, y mi tarjeta de crédito terminó tan blanda como chapopote.
Aun así, sigo amando a Mexicali, su agosto brutal, su desierto altanero. Es mi recuerdo más bello.
Mientras conducía, le dije a Dianna: “Tienes que conocer mi ciudad algún día, así como yo conocí la tuya y aprendí a quererla”.
Guardé silencio mientras cruzábamos la carretera de Tucson a Phoenix.
Pensé: Así es mi vida ahora…dividida entre dos desiertos ardientes.
*- La autora es periodista inmigrante.
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