Nosotros somos el periodismo
Crecí entre linotipos, cuando las líneas de texto que los lectores hojeaban en las páginas del periódico se fundían en plomo caliente.

Crecí entre linotipos, cuando las líneas de texto que los lectores hojeaban en las páginas del periódico se fundían en plomo caliente. En una pequeña sala de redacción marcábamos el ritmo de la noticia, recordábamos cetoides —esas imágenes fotográficas impresas en alto contraste— y los pegábamos a mano, pieza por pieza, hasta tener la página completa frente a nosotros.
Era un proceso minucioso, casi artesanal. En esa época, los titulares también se componían por separado y se adherían manualmente sobre la maqueta. Todo ocurría antes de que el diseño editorial diera el salto al mundo digital.
Éramos jóvenes. Hacíamos periodismo con las manos y con el corazón. Y, de algún modo, hacíamos magia. De pronto, la era digital llegó sin pedir permiso, arrasándolo todo. Lo impreso, poco a poco, se volvió obsoleto. Las voces de los voceadores dejaron de resonar en las esquinas. Aquel grito inconfundible —“¡Prensa, prensa!”— se fue apagando hasta quedar en silencio.
El periodismo sobrevivió. Pero algo de su alma, quizás, quedó atrás.
De pronto, me vi sin trabajo. La decisión fue anunciada como una “simplificación de procesos”. Así, con una frase neutra y seca, se desmantelaron años de experiencia en La Crónica. Uno a uno, muchos de nosotros fuimos dejando de ser indispensables, como sigue sucediendo.
Fue entonces que emigré a Arizona. Encontré un lugar en un periódico de prestigio, parte de Gannett Co., Inc., uno de los conglomerados de medios más grandes de Estados Unidos y propietaria de USA TODAY, el diario de mayor circulación nacional, y de cientos de publicaciones locales repartidas por todo el país, entre ellas The Arizona Republic, donde me integré al equipo latino llamado La Voz.
Durante un tiempo, creí haber encontrado estabilidad. Pero la historia volvió a repetirse. La redacción fue reduciéndose poco a poco. Las páginas perdieron profundidad. La cobertura comunitaria se volvió esporádica. Lo que alguna vez fue una operación vibrante terminó convertido en un tabloide delgado y sin alma, sostenido apenas por un par de periodistas que se turnan para alimentar la página web con notas de agencia y espectáculos.
El peso del periodismo local comenzó a desvanecerse en silencio. Las redacciones se vaciaron. Pero entonces, algo ocurrió. Nos levantamos. Periodistas que habíamos sido desplazados por recortes y automatizaciones empezamos a tejer redes. Nacieron pequeñas salas de redacción independientes, impulsadas por la convicción de que el periodismo aún importa. Con becas, fondos comunitarios y proyectos de investigación, comenzamos a reconstruir desde abajo lo que parecía perdido.
Así consolidé una red de periodistas poderosas: Dianna, Valeria, Maritza, Irene, Becky. Mujeres que fundaron medios pequeños pero con impacto —AZ Luminaria, Conecta Arizona, Altavoz Lab— y demostraron que el periodismo no necesita grandes corporativos para sostenerse.
El oficio se volvió accesible, democrático, nacido de nuestra propia resistencia. El tiempo de los monopolios quedó atrás. Ya no tememos desaparecer: nosotros mismos somos el periodismo.
A quienes han sido parte de este camino, les digo: aún hay pista para despegar. El futuro del periodismo es independiente.
* Soy solo una periodista inmigrante.
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