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¡No se rajen cachanillas!

“Cuando emigré a Arizona dejé muchas cosas en el camino. Me desprendí de mi familia. Les dije hasta pronto a mis amistades francas.

“Cuando emigré a Arizona dejé muchas cosas en el camino. Me desprendí de mi familia. Les dije hasta pronto a mis amistades francas. Prometí visitar a mi viejo cascarrabias. Le di el último adiós a mi madre. Abandoné una casa pintada de pistache con miles de recuerdos.

Y empecé de nuevo en otro país. En la ciudad de Phoenix. Grande y bulliciosa. Dividida en secciones por colores y raza. Por ricos y pobres. Generosa en oportunidades, pero a un costo alto: La añoranza de tu tierra.

Solo una cosa ha logrado contrarrestar esa nostalgia de extrañar a Mexicali. El clima cálido, ardiente y jacarandoso. Ese sol brillante que encandila las córneas y te obliga a ver todo desde una claridad infinita. Ese desierto impetuoso que rodea a las ciudades del condado. Y es ahí, en el clima caliente, donde encontré un abrasador consuelo. Miles se pueden quejar del “calorón”. De los 50 grados Celsius. No es mi caso. Para mí esa sensación canicular es muy similar a sentir los brazos de mi abuela, tibios y frondosos.

El calor, es el recuerdo de las tardes, arrullada con el sonsonete del “Cooler” viejo y erosionado con olor a paja húmeda. Es el recuerdo de mi niñez corriendo descalza a la tiendita más cercana, buscando una sombra para aliviar mis pies volcánicos y poderosos.

Es el sabor a ciruela de los raspados de Don Eduardo, quien estoico ante el abusivo agosto, seguía raspando hielo y picando fruta a las afueras del Colegio Frontera. Es el agridulce de la nieve de limón en garrafa metálica, con una corona melodiosa de caramelo rojo. Es la lucha por meter mi cabeza en el congelante carrito del paletero para alcanzar mi esquimal. Es el viento caliente acariciando mi rostro infantil, en el asiento trasero del Chevrolet verde avispón de mi nana Esther recorriendo la avenida Reforma después de recogerme de la escuela Leona Vicario.

Son los amigos de la cuadra en la Colonia Nueva mojándonos con la manguera en los patios de las casas. Es el flan con burbujas y la jarra de limonada siempre fría. Son las vacaciones de verano en el pueblo de Huatabampo, Sonora, donde nació mi madre.

Son los ires y venires a San Felipe con mis amigas del Cobach. Con nuestros trajes de baño, sentada en la arena encendida de la playa del mar de Cortez, siempre tibia y salada. Son las carnes asadas en las cocheras sofocantes de los amigos de la universidad. Es la cerveza fría y escarchada.

¡No me molesta el calor! Lo celebro y lo disfruto, pese a que me quemo el trasero cada que me subo al carro. Como buena Capricornio me reconozco como un ser de desierto y cuando dicen que Mexicali es considerada la ciudad más caliente del mundo, lejos de inhibirme, se me infla el corazón de orgullo.

Eso sí, no soy ajena a los temidos recibos de luz que espantan al más incrédulo, pero es el ardoroso precio que a veces se tiene que pagar por vivir en “La ciudad de capturó el Sol”.

¡Así que no se rajen mis cachanillas! Desde Arizona los abrazo con calor fraternal.

*- La autora es periodista independiente para NAHJ y medios estadounidenses.

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