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Columna Huésped

Entre más veo series de televisión y películas recientes más estoy seguro que la creación de tramas y personajes, tal como hoy los concebimos, proviene de la visión romántica en su diversidad creadora. Aunque los neoclásicos intentaron el saber enciclopédico, fueron los escritores del romanticismo quienes dieron forma y sentido a las historias paradigmáticas que siguen vigentes hasta nuestros días. Hablo de lo alcanzado entre 1780 y 1870 por varias generaciones de autores de distintos países y culturas, autores que nos dieron, entre muchas otras sagas de ficción, relatos que proponen castillos llenos de secretos, telarañas y fantasmas, el científico en su laboratorio creando monstruos, el hombre inocente que cae en los engranajes de la ley y que escapa de prisión para cumplir su venganza contra los que torcieron su destino, el grupo de amigos que juran ser uno para todos y todos para uno, la muchacha que navega entre pretendientes de toda especie hasta que encuentra el amor de su vida, el caballero que lucha por lo justo en una guerra injusta, la ciudad vista desde la experiencia de los desposeídos y los miserables, la vida acomodada de los privilegiados que no por ello son inmunes al sufrimiento, el viajero que apuesta por la tecnología para hacer posible su sueño de conquistar el mundo, el naturalista dispuesto a todo para llegar a tierras que nadie más ha pisado, el vampiro milenario que vive de noche su precaria eternidad, el joven enamorado que ante las cuitas de amor toma la ruta del suicidio. ¿Seguimos? Creo que no es necesario. Aquí están unos cuantos de los caminos narrativos que hicieron del romanticismo el gran movimiento literario que se especializó en contar historias para los lectores de una época de cambios: la de la revolución industrial.

Y es que en épocas de transformaciones, de incertidumbre generalizada, narrar el mundo tal cual es no es suficiente: la gente quiere aventuras que les hagan viajar a reinos encantados, a regiones desconocidas, a pasados heroicos, a futuros maravillosos. Cualquier cosa que les permita olvidar sus problemas o, al menos, entender los predicamentos de otras eras y civilizaciones como si fueran los suyos. En esa labor, el romanticismo fue una fuente inagotable de narraciones que lo mismo revelaban su aceptación del estado de cosas prevaleciente que encendían los ánimos con ficciones donde la rebelión era la única alternativa posible. Hoy en día, en una era similar en problemas, incertidumbres y desafíos, estas tramas, personajes y situaciones han pasado a las artes populares como el cómic, el cine y las series televisivas. Hay, sin embargo, un elemento importante a considerar. En el romanticismo, las banderas estaban puestas todavía en el honor, el sacrificio personal y la caballerosidad, aunque el siglo XIX ya se iba alejando de aquellos valores tradicionales para dar paso al individualismo rampante, la competencia despiadada y el triunfo de la identidad empresarial sobre el individuo. Tal vez por eso tantas novelas reivindicaban al sujeto que se enfrentaba al mundo a pesar de todos los obstáculos.

A 200 años de distancia, en un orbe ambicioso, despiadado, consumista, la narrativa de series de televisión y películas aún mantiene ciertas dosis de aquellos valores como una forma de conmover a sus espectadores. El espíritu romántico aún brilla, en pleno siglo XXI, en su defensa del bien sobre el mal, en el simplismo de héroes y villanos absolutos. Sólo que también esto va quedando para aquellos productos de la industria del entretenimiento hechos para los consumidores menos exigentes.

Ahora la visión romántica está dando paso a un recuento del mundo más acorde con una mirada que no es ciega a los desastres de lo heroico, que duda si los villanos siempre lo son. Allí están Game of Thrones, Breaking Bad o House of Cards para demostrar que la raíz romántica está agotando sus ideales y que si sus tramas y personajes permanecen, las posturas éticas de antaño borran ya sus fronteras entre sí, aceptan que la realidad se compone de sombras y claroscuros, de vidas que no conocen más honor que la supervivencia, más caballerosidad que la del verdugo, más sacrificio personal que el anhelo de poder, fama y enriquecimiento inmediato. Y si somos sinceros, en esas historias estamos hoy inmersos: sin quitarles el ojo, sin parpadear siquiera. Enganchados a ellas de la misma forma que estuvieron los lectores de novelas románticas hace 200 años. ¿No es asombroso?

Aclaración: En un texto anterior puse, erróneamente, a Jimmy Griffin como fallecido. Disculpas mil.

* El autor es escritor y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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