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Columna Huésped

Nostalgias repentinas,

objetos perentorios

La nostalgia salta donde uno menos la espera. Veo la noticia sobre un festival de cometas en un país sudamericano y me brincan los recuerdos de mis días de niño, cuando a esos objetos voladores que sujetábamos contra los vientos de otoño y primavera los llamábamos papalotes. Entonces los papalotes no contaban con diseños extravagantes y figuras de toda clase, sino que eran los tradicionales rombos de papel, de colores vivos y primarios, que alzábamos en los campos del viejo aeropuerto de Mexicali. Y gracias a los papalotes de mi infancia la memoria abrió su palacio de recuerdos y puso a brillar otros objetos semejantes que tenía largo tiempo olvidados. ¿Cómo cuáles? Como estos:

Silbatos. De chamacos, para hacer ruido y escándalos nos bastábamos solos. Pero aceptábamos cualquier ayuda. Tambores y silbatos de preferencia. Yo me decantaba por estos últimos. Los silbatos eran señal de atención, de no te muevas, de haz lo que te digo. Marcaban un cambio en el juego, una falta, un tiempo fuera. Pero también eran instrumentos musicales con los que imitábamos las canciones de moda, las melodías que nos gustaban.

Cascos de astronauta. A mí me tocó ser niño cuando el futuro era todavía visto como un lugar paradisiaco, cuando la era de la conquista espacial estaba en su apogeo. Todos los niños de mi generación, la de los años 60 del siglo XX, abandonamos la indumentaria del cowboy y adoptamos los trajes espaciales, en vez de sombrero nos pusimos el casco de astronauta. En verdad creíamos que íbamos a ser de adultos exploradores del sistema solar e incluso de la Vía Láctea. No íbamos a la buena de Dios por el espacio: llevábamos nuestras pistolas de rayos láser, nuestros rifles de postas.

Rompecabezas. Me encantaban los rompecabezas y no sólo por el desafío que planteaban sino por las imágenes que daban forma cuando estaban completos. La mayoría de los rompecabezas de mi infancia no se relacionaban con temas de moda sino con paisajes naturales o escenas históricas. Me fascinaban los que mostraban batallas antiguas, especialmente de las guerras napoleónicas, con cargas de caballería y soldados con picas y estandartes. Me tardaba poco en hacerlos pero muchas veces una pieza o dos daban problemas para encontrarles su sitio. Cuando los terminaba los desarmaba y devolvía sus piezas a la caja. Era el reto en sí y no su resultado.

Lupa. Este objeto para aumentar la visión era, en mis tiempos infantiles, casi exclusivo de los coleccionistas, gente mayor que se dedicaba a coleccionar lo que entonces se consideraba importante y valioso: las estampillas postales y las monedas antiguas. Yo lo usaba también para ver los detalles de fotografías y pinturas que salían en las revistas (no, no voy a decir cuáles revistas) y en los libros de arte. Aún tengo la lupa de mi niñez y la uso para ver lo que dicen los contratos en letra chiquita. Instrumento de salvación, se los aseguro.

Caleidoscopio. Nunca he necesitado expandir mis sentidos. Creo en la claridad mental, en la lucidez. Pero de niño los caleidoscopios me entretenían por horas. No por las composiciones colorísticas que creaban al darles la vuelta sino por el infinito de posibilidades que daban esas piedras coloridas. El caleidoscopio fue mi entrada al mundo del universo relativo: cada nueva combinación era diferente a las anteriores y me enseñaba la fuerza del azar, de la contingencia en el mundo real. Es una lección bellamente ilustrada por este instrumento tan modesto y tan fascinante a la vez. Lámpara maravillosa con su genio de colores que concede deseos al por mayor.

Globo terráqueo. Hoy que podemos ver el mundo con una simple aplicación en nuestros celulares, el globo terráqueo de mi infancia parece un objeto inservible, decorativo, que funciona como gabinete más que otra cosa. Pero en mi infancia el globo terráqueo era una forma de viajar. Cada vez que leía una novela de Julio Verne o de Emilio Salgari acudía al globo terráqueo para saber dónde ocurrían los hechos que mis novelistas favoritos contaban. Así exploré Malasia, los Cárpatos, las islas del Caribe y las estepas rusas. El mundo de mi niñez era redondo, lleno de misterios por resolver, pleno de aventuras por vivir.

Y puedo seguir, pero me detengo aquí, a la orilla de un orbe que ya no existe, en la frontera entre lo que fui y lo que soy mientras el mundo da vueltas sin parar, mientras el tiempo vuela como papalote en otoño.

* El autor es escritor y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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