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Columna Huésped

Guadalajara y sus andaduras

Cuando viví en Guadalajara, allá entre 1975 y 1981, caminar fue una de mis actividades diarias. A Guadalajara la viví, la experimenté caminando por sus amplias avenidas y sus calles estrechas. De noche o de día, según el horario de mis prácticas médicas. En una ciudad donde los grupos paramilitares de derecha y los guerrilleros de izquierda peleaban la plaza, donde los tiroteos eran el pan de cada día, nunca tuve problemas para recorrer una ciudad llena de historia patria. Gracias a mis andaduras disfruté Guadalajara como jamás he disfrutado ninguna otra ciudad, tal vez con la excepción de la Ciudad de México en los pocos fines de semana que la visitaba para saquear sus librerías.

Y hablando de librerías, las de Guadalajara fueron una ventana abierta a libros que nunca podría haber conseguido en mi ciudad natal. Hablo de tiendas como la cadena Gonvill, la librería de la Universidad de Guadalajara, que tenía que entrar con cautela, cerciorándome antes de hacerlo que ningún espía (los llamadosde mi propia universidad me seguía, ya que la U. de G. era la universidad rival a la mía y en los estantes de su librería se mostraban las obras más recientes de los autores mexicanos, desde las de Octavio Paz a las de Carlos Fuentes, como las últimas novedades de las editoriales españolas. O las librerías de la zona rosa, cuyo centro era el cruce de la calle Chapultepec y la avenida Vallarta. Por esos rumbos estaba la librería del Conacyt y otras librerías independientes, junto con galerías de arte con pinturas de artistas contemporáneos y cafés donde servían enormes copas con café, Kahlua y vodka. Podía pasar todo un sábado comprando libros para luego sentarme en una cafetería y ponerme a leerlos. Era el paraíso para alguien como yo. Un mundo que giraba alrededor de vidas imaginadas y versos radiantes. Una realidad aparte donde podía ser más libre que en mi salón de clases.

Lugares de interés: la Guadalajara que viví de estudiante era hermosa en sus parques, jardines y oferta cultural. Estaba llena de multitudes y de sitios de recogimiento. Contaba con estaciones primaverales y otoñales privilegiadas en su clima y con un verano y un invierno de lluvias interminables y tormentas estruendosas. Sus habitantes parecían vivirla como si fuera un rancho grande: parsimoniosos, contemplativos, poco dados a cambiar el mundo, sus costumbres, sus tradiciones. Yo agradecía la existencia de lugares como el ex convento del Carmen, que era una especie de casa de la cultura con un pequeño teatro que también servía como cine club, una sala de conferencias y una sala para exposiciones. Como estaba ubicada a pocas cuadras de mi casa de asistencia, me la pasaba en ella cada vez que había una inauguración, ciclo de cine extranjero o presentación literaria. Entre sus muros aprendí el significado de una palabra mágica: ambigú. Para un estudiante al que a veces no le llegaba el dinero de sus padres a tiempo, la salvación siempre estaba en acudir a estos eventos que eran completamente gratuitos.

Si había dinero, lo más seguro es que me fuera a los cines del centro de la ciudad a ver la última novedad de Hollywood. El otro lugar al que iba cuando mi capacidad adquisitiva mejoraba era al teatro Degollado, donde por un módico precio podía ver las temporadas de ballet clásico, ópera y conciertos de música formal. Los grupos que más me impresionaron fueron las compañías de ballet ruso, las de ópera de Italia y los grupos mexicanos que ponían obras de Ionesco, Beckett y Brecht. Saliendo de cualquiera de estos sitios podía irme a cenar a algún puesto de tortas ahogadas, tacos al pastor o a los subterráneos del centro, donde por vez primera supe que la horchata no se tomaba sola sino acompañada de frutas de la temporada y donde siempre podía obtener, de postre, una Jericaya.

Años más tarde, cuando ya vivía en Mexicali e iba de visita a la capital de Jalisco, mi lugar de interés favorito estaba por la plaza del Sol, en su centro de convenciones, en su Feria Internacional del Libro, la ahora famosa FIL-Guadalajara. Eso ya sería una década después, a principios de los años noventa del siglo XX, en un mundo donde ya iba como autor de libros y como editor universitario. Pero si recuerdo a la perla tapatía lo hago como el transeúnte más feliz de la vida.

* El autor es escritor y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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