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Camelot

Hijos de la chingada

"Somos lo que hacemos"

El priismo del siglo XX fundamentó su hegemonía política en actores sociales a los que corporativizó agrupándolos en sectores y convirtiéndolos en la columna vertebral del partido; fue a través de las grandes centrales obreras como la CROC, la CROM o la CTM que controló a la gran parte de la planta productiva del país; a través de la CNC hizo que el campesinado estuviera siempre representado en el cacicazgo gubernamental de todos los estados y en el Congreso de la Unión, y fue gracias a la absoluta permisividad hacia los líderes de los sindicatos al servicio del Estado, sin importar si se tratase de maestros o de mineros, de trabajadores al servicio del IMSS o de empresa paraestatal alguna, agrupados en la CNOP, que la impunidad se convirtió en la moneda de cambio común, esto es, votos que el líder en cuestión garantizaba a favor de los candidatos en turno.

No debe de extrañarnos que el encubrimiento haya sido el común denominador de nuestro sistema político encontrando en él la justificación para la corrupción y con ello la impunidad hacia sus miembros; sólo en nuestro país la moral no es una conducta sino el simple árbol que da moras, por ello la lógica estéril de él que no tranza no avanza se convirtió en moneda de curso común no sólo en el régimen de partido único, sino al poco tiempo de la alternancia, sin importar si se tratase de un estado como el nuestro, o del país entero como lo fue durante los sexenios de Fox y Calderón.

El corporativismo priista fue de tal magnitud que sólo unos pocos han resistido el relativismo de su propuesta, no importa si fuiste un político formado en la oposición o si eres un priista de nueva generación, de poco sirve si eres Jaime Díaz, Francisco Pérez Tejada o si tu socio preside un organismo empresarial, lo mismo sucede si se trata de Mexicali o de Zacatlán de las Manzanas, la lógica es llevarse hasta lo lápices del escritorio si se tiene la oportunidad. Y nosotros, los del otro lado del escritorio, ¿dónde hemos estado?

Hoy más que nunca resulta obligada la lectura de El Laberinto de la Soledad, del mexicano más universal que ha existido, el inconmensurable Octavio Paz, para darnos cuenta que seguimos percibiéndonos como el hijo de la chingada, como el hijo víctima de la indígena que fue jodida, violada por los españoles, para tiempo después haberlo sido por la Iglesia si uno era Liberal, o por los masones si uno era Conservador sin importarnos un bledo la pérdida de la mitad del territorio nacional; o seguir percibiéndonos como el producto de la violación del “Imperio Norteamericano” si crecimos al amparo del mito de nuestra revolución de 1910, o como Doroteo Arango, si, en el fondo todos somos Pancho Villa queriendo vengar la violación de un ser querido por parte de cualquier roto estirado.

Durante gran parte de nuestra historia hemos encontrado en el abusador la causa de nuestros males sin importarnos reconocer que gran parte de nuestro pesar es producto de nuestro valemadrismo y de nuestra falta de compromiso social; no hemos reconocido en nosotros a quién, al igual que nuestro actual sistema político, no sólo ha permitido sino soslayado tanto abuso, seguimos atrapados en nuestro Síndrome de Estocolmo, seguimos enamorándonos de nuestro verdugo.

El autor es empresario, ex dirigente de la Coparmex Mexicali.

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