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Columna Huésped

Hermosillo y la cultura del Norte

El Norte mexicano es muchos nortes: regiones que pueden compartir una cierta geografía desértica pero que en sus orígenes y desarrollo cuentan con una historia distinta, una historia y carácter que las distingue unas de otras. Mexicali, por ejemplo, nació en pleno siglo XX como una ciudad planificada por los ingenieros estadounidenses que construían el ferrocarril y, por eso, es una población que se teje unida al otro lado y pragmática en su trazo urbano. Hermosillo, la capital de Sonora, es todo lo contrario: es una ciudad sureña puesta, desde hace varias centurias, en la aridez norteña y estructurada como las urbes del interior de México en su trazo español, en su conducta social más tradicional. Una metrópoli que mira al Sur antes que a la frontera con los Estados Unidos. La he visitado por décadas, desde los encuentros literarios de los años 80 hasta la actualidad, con su Feria del Libro.

En los años 80, Hermosillo, con su Colegio de Sonora y su universidad estaban a la vanguardia en cuanto a estudios literarios del Noroeste del país. Había un gran número de académicos que se dedicaban a estudiar la historia de sus primeros literatos, a hacer antologías sobre sus poetas y narradores, a indagar en ciertos autores de generaciones anteriores para rescatarlos del olvido. Todo lo que yo quería hacer por la literatura bajacaliforniana, gente como Gerardo Cornejo, Rita Plancarte, Inés Martínez, Antonio Villa, Beatriz Aldaco y Miguel Manríquez lo estaban haciendo ya por Sonora. Junto a ellos había un grupo de escritores iconoclastas, como Francisco Luna, Alonso Vidales y Raúl Acevedo Savín, que se creían los nuevos bohemios del fin de milenio, los hijos perdidos de Jack Kerouac y Allen Ginsberg en los desiertos del Norte.

Entre todos ellos armaban pachangas monumentales a base de carne asada y bacanora en abundancia. Me tocó aún conocer el sentido tribal de una literatura que luchaba por hacerse escuchar frente a la monolítica sordera del centralismo mexicano. Yo que acababa de desembarcar de una estancia de seis años en Jalisco, Hermosillo me parecía una Guadalajara en pequeño, un fortín cultural que oscilaba entre el orgullo regionalista en plan de guerra florida y la vida lenta, apoltronada de un sociedad que no quería cambios a su modo de ser. Hermosillo como un pueblo de locura bien temperada y de cordura a punto de estallar en pedazos. Como ya existía una escuela de letras, lo mejor de los encuentros era el diálogo que se suscitaba entre los viejos escritores de raigambre costumbrista, los bardos románticos que aún cantaban al nacionalismo revolucionario, y las jóvenes generaciones nutridas con una mezcla de Efraín Huerta, José Revueltas, los estridentistas y en plan de rock and roll.

De ahí nacerían encuentros de escritores que se volvieron legendarios, colección de anécdotas que mantienen su fulgor por el humor norteño que destilan. Pero Hermosillo también me dio la oportunidad de conocer otra cultura amasada desde lo indígena, preparada para lidiar con el futuro desde sus raíces. La conocí en estudiantes como Miriam Navarro, que me sirvió de guía por el laberinto de la capital de Sonora, y en autores como Alejandro Zéleny, Miguel Manríquez y Lauro Paz. Miradas nativas que escrutaban los mitos propios y el porvenir que nos esperaba en otros mundos, que estudiaban su propio entorno desde perspectivas novedosas.

Ya en el siglo XXI, con escritores cosmopolitas que no pierden sus lazos naturales con su cultura regional, como María Antonieta Mendívil, Alejandra Olay, Carlos Sánchez, Iván Figueroa o Ignacio Mondaca, pude ver un crecimiento literario de primer nivel. Por eso Hermosillo me sigue pareciendo una ciudad compleja, una metrópoli por descubrir. Como una lámpara de Aladino con su genio irascible esperando escapar hacia otras regiones de la imaginación, hacia los confines de la experiencia humana.

Pero debo decir que Hermosillo también tiene lazos perdurables con Baja California y, especialmente, con Mexicali. Ambas ciudades comparten un clima caluroso, una geografía llena de polvaredas, de vidas nómadas, de planicies desérticas que se pierden en la distancia. Comparten, además, el vínculo notable de la poesía de los hermanos Facundo y Francisco Bernal, que tantos versos dieron a ambas urbes. En lo personal, sin embargo, el gran legado de Hermosillo no es otro que su cocina y, específicamente, su panadería: esas coyotas y esos coricos que son leyendas de la cocina mexicana y, si a esas vamos, esas tortillas de harina que parecen galaxias en expansión, universos tan sabrosos como indomables.

* El autor es escritor y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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