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Manuel Felguérez y los contornos de lo real

Entre las fotografías tomadas a Manuel Felguérez, el pintor zacatecano nacido en 1928, en muchas de ellas este artista aparece con una pipa en la boca.

Entre las fotografías tomadas a Manuel Felguérez, el pintor zacatecano nacido en 1928, en muchas de ellas este artista aparece con una pipa en la boca. En cierto sentido Felguérez se nos presenta como un personaje de un cuadro de Ernst o Magritte: un mago que sabe desaparecer dejando sólo el humo de su pipa como rastro a seguir, la imaginación desatada en signos universales, en espacios en constante renovación. Hombre sencillo, que tiene esa forma de vivir del norteño que conoce la vida por sus ausencias, por sus espejismos; que ha crecido en un mundo minero, de piedras y metales en su óxido veraz, en su esplendor oculto donde el agua cambia los colores de la tierra, donde la luz es siempre un descubrimiento, un presagio.

Desde un principio, Manuel Felguérez apuesta por el arte moderno, el de las vanguardias del siglo XX en adelante. En especial el cubismo lo reta, lo desafía. Su primera pintura traza una geometría que se transfigura en abstracciones luminosas, en construcciones autónomas. El arte también es ciencia del espacio, es innovación desde la forma en que las apariencias se relacionan, se mezclan, se influyen. Apreciación visual que pone de pie una realidad que no requiere los contornos de lo real para persuadirnos de su existencia.

Si en Europa, en sus travesías por el viejo mundo, Manuel Felguérez se mete de lleno en el gran arte del pasado, ya en los Estados Unidos, en la costa este, entre Boston y Harvard, entra al arte contemporáneo como una estética de progreso, como un arte que no rehuye ser maquinaria sensible, tecnología filtrada por el temperamento. Pintura de un mexicano que no le teme al futuro en sus ilusiones, en sus alucinaciones, en sus utopías. El pintor señala lo que vendrá, como en su famoso Mural de hierro (cine Diana, 1962), en que toda una pedacería de metales desfigurados funciona como una alegoría de ciencia ficción, como los residuos del optimismo del sistema mexicano de aquellos tiempos, donde el futuro siempre era visto como una era de titánicas construcciones, mientras que Felguérez sólo veía la destrucción de las cosas por venir, la caída de la modernidad en sus fragmentos rotos, torcidos, inescrutables.

De la hacienda de San Agustín del Vergel, en Zacatecas, a la ciudad de México. De la capital del país al mundo. Tal es la trayectoria vital de Manuel Felguérez, un pintor que pertenece a una generación de artistas nacionales con vocación cosmopolita, que aborrecen todo didactismo en las artes, toda sujeción a normas fijas, a relatos cívicos. Su interés es, como lo planteara Octavio Paz, ser contemporáneos de sus contemporáneos. Estos pintores, entre los que se puede mencionar a José Luis Cuevas, Francisco Corzas, Fernando García Ponce, Vicente Rojo, Vlady, Pedro Coronel, Lilia Carrillo, Arnaldo Cohen y Roger von Guten, son un grupo de jóvenes artistas que se enfrentan a la escuela mexicana de pintura, al nacionalismo de escuela para niños.

El arte de la generación de la ruptura recurre a lo simbólico, a lo conceptúa, a la libertad artística. Recuérdese que Felguérez, como miembro de esta generación, aporta sus novedades a un medio cultural que quiere seguir viviendo en la nostalgia rural, en la patria impoluta y diamantina, cuando estos jóvenes creadores son hijos de las ciudades en continuo crecimiento, en sociedades que evolucionan de prisa y sin censuras. Junto con escritores como Carlos Fuentes, Elena Poniatowska y Juan García Ponce, con fotógrafos como Héctor García y Graciela Iturbide, con poetas como José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, estamos ante una corriente poderosa que, en los años sesenta y setenta del siglo XX, irrumpe en la cultura nacional con fuerza renovadora, con carácter iconoclasta.

Una vez le pregunté al maestro Manuel Felguérez –estábamos al final de su presentación en el Ceart de Mexicali- cuál era la aportación fundamental de su generación a las artes de México. Y me respondió que “El arte es cosa propia. Pintas lo que eres, lo que imaginas, lo que te interesa”. Y me sonrió un poco a su pesar, como si su anhelo, en ese momento, no fuera responder preguntas sino volver a su taller a seguir creando, a seguir metido en la aventura diaria de sacar a la luz las sombras que somos, el revoltijo que seremos. Esa humanidad que no tiene explicaciones sino forma, color, textura.







* El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.