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La distancia entre el grito y la realidad

Durante los últimos doce años, pero sobre todo ahora que está en el gobierno, Andrés Manuel López Obrador ha demostrado que una de sus cualidades más importantes es la estrecha relación que tiene con las multitudes.

Durante los últimos doce años, pero sobre todo ahora que está en el gobierno, Andrés Manuel López Obrador ha demostrado que una de sus cualidades más importantes es la estrecha relación que tiene con las multitudes o con las masas, especialmente en las plazas y en el Zócalo de la Ciudad de México o en cualquier otro espacio en donde se congrega la muchedumbre o el pueblo, para usar una expresión ya de moda.

AMLO habla el lenguaje del pueblo (si es que hay alguno en particular), se dirige a él, cultiva o cincela sus esperanzas y sus anhelos, refuerza sus creencias y le ayuda a identificar los que supuestamente serían sus enemigos. En su largo caminar, AMLO aprendió a identificar los sentimientos más recónditos de la población en los barrios y los pueblos más populosos del país, así como los reclamos y las exigencias hacia los gobiernos y el poder político.

Era muy fácil hacerlo porque esos sentimientos han estado ahí desde hace años, a flor de piel, sin que nadie los tomara en cuenta o los convirtiera en parte de sus programas de gobierno. AMLO no sólo lo hizo sino que intenta presentarse como parte de ellos, o como un líder político que surge de ahí y no de fuera, como la mayoría de los políticos.

Sin embargo, este fenómeno que es inédito en México (o quizás con algún parecido al liderato de Lázaro Cárdenas), empieza a mostrar otra faceta que asusta y asombra a varios grupos de la sociedad: que no hay una correspondencia clara y directa entre el liderazgo de López Obrador y su fuerza entre las masas, con la capacidad o la habilidad para gobernar un país.

Lo que ya se ha visto en otras experiencias históricas y en otros países lo estamos viendo ahora en México. Los líderes fuertes y con un profundo arraigo entre las masas no necesariamente son los mejores a la hora de dirigir los destinos del gobierno. Es decir, una cosa no conduce a la otra, como suele creerse ampliamente. Y parece que esto es lo que está sucediendo con AMLO.

El apoyo de las masas a López Obrador es incuestionable y también la fuerza que ejerce en ellas, pero su gobierno parece errático, o parece un gobierno que no dispone de la información pertinente sobre el origen y la dimensión de varios problemas, o que presenta alternativas carentes de racionalidad y derivadas, más bien, de un marco moral o con una alta carga de ingenuidad en muchos casos.

Hay también enormes contradicciones entre lo que dice AMLO que se propone su gobierno, que se presenta como el más transparente y limpio de todos los que han existido hasta ahora, y lo que se está dando en la realidad. Un ejemplo palpable es el caso de Jaime Bonilla en Baja California, un personaje que surge de los escombros del priismo más rancio del estado y con un historial que es absolutamente contrario a la limpieza y la honestidad que dice defender López Obrador.

Ejemplos como este se acumulan cada vez más. El tiempo transcurrido es breve todavía, pero ya es suficiente para ver alternativas más sólidas frente al gravísimo problema de la violencia y la inseguridad, frente al problema de la corrupción, frente a la falta de crecimiento de la economía y un largo etcétera.

El país y la población en general han estado inmersas durante estos últimos nueve meses en una intensa confrontación política e ideológica sin precedentes, pero no alrededor de los contenidos de las propuestas y los proyectos de gobierno de AMLO, de sus limitaciones o alcances, sino alrededor de frases o de personajes cuestionados de su gabinete como Manuel Bartlett, o de los incidentes sucedidos durante las “mañaneras”, etcétera.

En otras palabras, a AMLO se le ve todos los días y a todas horas, como un personaje apoderado del podium, en una eterna alocución con el pueblo, como un guerrero que lucha contra molinos de viento, en una acción histórica y grandiosa que, con el apoyo irrestricto de las masas, va venciendo en el camino a todos sus adversarios.

Pero fuera de ahí no se ve más. La realidad, siempre la terca realidad de nuestro país, sigue ahí, imponiéndose. O sea, tenemos un cambio radical del discurso gubernamental que nos dice que está haciendo una “cuarta transformación”, que habrá un cambio de régimen, que hay un gobierno del pueblo, etcétera, pero las medidas adoptadas para eso no resisten el menor rigor analítico.

¿Será que en México hay un pueblo sediento de creer, con la necesidad inmensa de un líder todopoderoso, carismático y sencillo que está dispuesto a batirse contra los privilegios y las oligarquías o contra las minorías rapaces, como dice ser AMLO? ¿Será que el cambio más profundo está en el ámbito de estas creencias y en la recuperación de los símbolos que desapareció el neoliberalismo, más que en la realidad?

Son muchas las preguntas que brotan, pero también se ensancha la incertidumbre.





*El autor es analista político.

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