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La clausura de un lugar de escándalo

Alberto Tapia Landeros en sus Memorias de la Rumorosa (2019) decía que él convivió con los locos de la Rumorosa en su infancia.

Alberto Tapia Landeros en sus Memorias de la Rumorosa (2019) decía que él convivió con los locos de la Rumorosa en su infancia, cuando “el Campo Alaska era un pueblo fantasma. Estaban abandonadas y en ruinas su escuela, Hospital Antituberculoso que primero fue la Casa de Gobierno del gobernador Abelardo L. Rodríguez, las viviendas de soldados y camineros, la pila de agua, etc. Lo único que funcionaba era su cuartel, ocupado por enfermos mentales. Para nosotros, era un enorme y lúgubre castillo de piedra con locos buenos y malos adentro y afuera. Enfrente tenía ocho álamos evidentemente plantados, no naturales, bien crecidos que proporcionaban sombra a los infelices humanos dementes olvidados por la sociedad. En algunos de ellos, se encadenaba a los violentos. A los muy peligrosos se les encerraba en un edificio aparte.” Para Tapia Landeros, el Campo Alaska era una prisión más que un hospital. En ella los enfermos no iban a recuperarse de sus males sino a estar encerrados de por vida, hasta que la muerte los liberara de su cautiverio.

Alberto Tapia Landeros cuenta en su libro la visión del Campo Alaska que él tuvo como niño a principios de los años cincuenta del siglo XX, cuando era común que las familias mexicalenses pudientes (de clase media y alta) huyeran del calor veraniego de Mexicali y se instalaran en el poblado de la Rumorosa, donde el clima era templado, a pasar los meses que iban de junio a septiembre. O si no era posible, al menos un fin de semana. Estas familias no tenían mucho que hacer aparte de disfrutar las temperaturas benignas a 1,300 metros de altura. Estos grupos formaron, a un lado del Campo Alaska, la colonia Alaska, y los domingos sólo les quedaba hacer comidas familiares, paseos entre las rocas, buscar ardillas o víboras de cascabel. Pero el domingo por la tarde, en vez de una corrida de toros o ir al cine como acostumbraban en Mexicali, había un espectáculo que nadie se perdía: el ver lo que hacían los locos encadenados, los más imprevisibles o violentos. Pero el espectáculo principal se daba cuando ya todos los espectadores se sentaban sobre rocas o bajo la sombra de los árboles a contemplar lo que los custodios obligaban a hacer a los pacientes para diversión del público presente, es decir, estas familias mexicalenses eran colaboradoras de un ejercicio de evidente crueldad humana. por su desdén con los que no actuaban en base a una normalidad tajante y perentoria: “Consistía simplemente en “ver a los locos”, como decíamos la mayoría de los asistentes. Los dementes solían hacer cosas insólitas que hacían reír al respetable y, a veces, hasta aplaudir. Ahora esto parecerá inhumano y nada digno de observar, pero era parte de la función del domingo por la tarde”.

Pero la vida de los enfermos mentales no terminó allá, en la ciudad de México, donde fueron enviadas los últimos dementes. Porque algunos enfermos escaparon antes del cierre definitivo del Hospital de la Rumorosa, tal y como lo cuenta María Luisa Melo de Remes en su libro Baja California tradicional y panorámica (1962). Una residente del poblado, doña Tichi, le cuenta que fue testigo de crímenes horrendos: “¿No has oído hablar de la Barranca del Pudridero? Que allá, antes de morir, fueron arrojados con vida muchos cuerpos de tuberculosos y dementes que ya no tenían remedio. ¡Dicen que por la puerta de atrás sacaban a los moribundos para llevarlos a botar en la Barranca del Pudridero! ¡Ay señor! ¡Te juro que todos esos gritos de hombres y mujeres los llevo metidos en el alma!”

Sólo hasta que tomó cartas en el asunto Braulio Maldonado, el primer gobernador de Baja California, quien visitó este centro penitenciario y al ver el escandaloso trato que recibían los pacientes, hizo que en 1958 se clausurara esta institución y mandó a los enfermos mentales que quedaban en el Campo Alaska a la ciudad de México. Con su acción, Maldonado evitó que este drama humano siguiera siendo un escándalo para la administración pública estatal, pero también sirvió para esconder la otra cara de una comunidad fronteriza, una que le apostó al progreso y al enriquecimiento sin importarle la suerte de los más débiles e incapaces de seguirles el juego, de ser los comparsas de su obtusa concepción de la condición humana, donde no cabía otra conducta que la del trabajo a destajo, que la obediencia a una sola forma de normalidad.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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