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Gabriel Trujillo Chacón en su centenario

En las noches, antes de acostarme, mi padre ponía una escalera de madera y subíamos al techo de la casa para mirar el cielo. En aquellos tiempos, pasaban muchas estrellas fugaces. Y de vez en cuando, los primeros satélites rusos y estadounidenses cruzaban de un extremo a otro del firmamento.

En las noches, antes de acostarme, mi padre ponía una escalera de madera y subíamos al techo de la casa para mirar el cielo. En aquellos tiempos, pasaban muchas estrellas fugaces. Y de vez en cuando, los primeros satélites rusos y estadounidenses cruzaban de un extremo a otro del firmamento. Se distinguían por sus órbitas precisas, por sus trayectorias lineales. Allí, acostados boca arriba, el cielo parecía más importante, más cercano, que la ciudad que dormía a nuestro derredor. Era un momento de calma, de tranquilidad. El saber que yo era un testigo de las maravillas de la tecnología y de los portentos del cosmos. Yo era, entonces, un niño que quería crecer lo más aprisa posible para no perderme el futuro que estaba por suceder. El mañana que sería un viaje a las estrellas. Pero luego pensaba en el avión cayendo, en la tragedia que había presenciado, y me preguntaba qué tan seguro sería ese futuro, que tanta muerte en realidad contendría.

-¡Allá va otra nave espacial! –decía mi padre, señalándola con el dedo.

Y por un momento, con mi padre al lado, yo me olvidaba de mis temores y disfrutaba el espectáculo del firmamento en plenitud. Y me quedaba quieto, viendo aquel puntito de luz atravesar los cielos. Como una estrella peregrina. Como un anuncio del porvenir. Y es que buena parte de los recuerdos de mi padre están relacionados con el cielo mismo: el verlo tomar los datos climáticos en la pista neblinosa del aeropuerto viejo de Mexicali; o cuando me llevó al parque Niños Héroes a ver, por telescopio, en el histórico año de 1968, nuestro satélite, la Luna, pero terminamos viendo el planeta Saturno con su famoso anillo de colores; o cuando íbamos a los llanos situados en las afueras de la ciudad para volar papalotes de papel hechos en Japón, y veíamos a los papalotes levantar el vuelo y sentíamos el tirón de su fuerza mientras se perdían en las alturas. A veces nos acompañaba Irma Cruz, la hija de un matrimonio conocido por mis padres y que tenía mi misma edad y el mismo gusto por los papalotes. Ambos gozábamos aquellos vuelos con entusiasmo compartido. Vivencias de viento y polvo que aún agitan el territorio feraz de mi memoria. Ahora mismo, en cuanto oigo el ronroneo de un motor en el cielo dejo lo que estoy haciendo y con la mirada busco la nave aérea, como el niño que fui y que sigo siendo, sólo por el gozo de ver el paso de un avión sobre mi cabeza, de contemplar la utopía del vuelo que mi padre me hiciera amar en su logro técnico y en su hazaña humana para siempre. Y mientras escribo esto descubro la carta que Irma me escribiera el 18 de septiembre de 1984, diez días después de la muerte de mi padre. En esa misiva, además de darme el pésame, Irma me decía que apenas el día anterior se había enterado de su fallecimiento y lo llamaba un “hombre bueno”. Y agregaba que jamás pudo olvidar “lo que me preguntaba siempre que me veía:

-Irma, ¿te acuerdas cuando íbamos a volar papalotes?

Y yo le sonreía afirmativamente.

Recuerdo que en una ocasión me amarró el cordón del papalote y al tirar éste de mi vestido yo sentí un enorme impulso hacia arriba, ¡iba a volar!, éramos tan pequeños que verdaderamente volábamos, con todo e imaginación volábamos. Ayer tu padre me regaló otro vuelo infantil, ahora teñido de tristeza. Pero de una dulce tristeza.”

Nacido en 1920, en Chinicuila de Oro, un pueblo serrano de Michoacán, el primero de agosto, en este año mi padre cumple cien años de haber nacido. Mi progenitor fue un hombre de su tiempo. Su destino era, desde su nacimiento, trabajar en la tienda de mi abuelo o dedicarse a la ganadería, a la minería. Lo usual. Lo evidente. Lo que la costumbre demandaba. En vez de eso, en 1936, se dio de alta en el ejército nacional, el nuevo, el revolucionario, como músico de banda. Esa decisión lo llevó a recorrer buena parte de México y a conocer a mi madre y dejar el ejército.. Ya casados, mis padres primero vivieron en Mazatlán y luego en Mexicali, donde se establecieron definitivamente, donde apuntalaron su destino. En este 2020 un siglo tiene mi padre de haber nacido. Cien años de un viaje que no termina.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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