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Federico Campbell

Los artistas acaban con reconocimientos extraños. A veces se da su nombre a una sala de lecturas, un teatro, un anfiteatro, una galería de arte.

Los artistas acaban con reconocimientos extraños. A veces se da su nombre a una sala de lecturas, un teatro, un anfiteatro, una galería de arte. En otras ocasiones, sus nombres engalanan una escuela, una casa de la cultura, una biblioteca. Los más conocidos terminan dejando su nombre y apellidos en un edificio público, en una plaza o en una calle. En nuestra entidad, Baja California, podemos pensar en que hay una escuela que se llama Horacio Enrique Nansen, el teatro Rubén Vizcaíno Valencia o la sala de arte Rubén García Benavides. Y sólo son las que recuerdo de momento, pero estoy seguro que si hacemos cuentas podemos sumar muchos otros ejemplos semejantes.

Y esto me lleva al caso del escritor Federico Campbell. En 2021, en la conmemoración de los ochenta años de haber nacido este reconocido autor, la Secretaría de Cultura de Baja California, entonces al mando de Pedro Ochoa, impulsó junto con un buen número de artistas locales, una petición al ayuntamiento de Tijuana para que la calle donde Federico Campbell viviera su infancia se le nombrara calle Federico Campbell. El ayuntamiento aceptó gustoso la petición y a tal calle se le dio el nombre de este narrador y ensayista tijuanense. El gremio literario, en que me incluyo, aplaudió el cambio, aunque no estoy seguro si los vecinos tuvieron dificultades para que la paquetería llegara a sus casas y comercios. O si Google Maps hizo el cambio pertinente de inmediato.

A lo que voy es que si hay una cultura de celebración de nuestros artistas podemos ir cambiando la mentalidad ciudadana y que ésta aprecie a los creadores locales como un motivo de celebraciones, que nuestros artistas realizan una tarea tan esencial para desarrollar nuestra entidad y darle prestigio dentro y fuera de la misma. Pensemos en el propio Federico, quien salió de adolescente de Tijuana para probar fortuna en otras partes del país y del extranjero. Cuando lo conocí, a mediados de los años ochenta del siglo pasado, parecía un hombre taciturno, ensimismado, cauto cuando hablaba de la literatura bajacaliforniana porque muchos decían que su larga estancia en la ciudad de México no le permitía juzgarla. Pero si uno se ponía a preguntarle sobre nuestra entidad, Campbell se transformaba en un magnífico, pausado orador que tenía mucho que decir sobre nuestra península, su historia y personajes. Estaba al tanto de los últimos descubrimientos sobre pinturas rupestres y misiones, sobre los periodistas extranjeros y nacionales que habían escrito sobre esta región de México. Por más distancias que hubiera, su espíritu siempre fue bajacaliforniano.

Una vez le pregunté qué pensaba de su tierra natal y me dijo que él volvía a Tijuana a recuperar su edad dorada, pero en realidad sólo quedaban ruinas. La Tijuana verdadera era la que él conservaba en sus recuerdos. Esa ciudad era eterna. Mientras alguien la leyera en sus libros, se conservaría para siempre. La otra, la Tijuana real, la del cascajo y el olvido, la de la vida desenfrenada y la ambición desmedida, era la efímera, la intrascendente. Un ídolo de barro. Un fantasma pasajero. Y en cierta forma tenía razón. Es su literatura la que nos dio la primera visión de Tijuana no como un himno cívico, no como un discurso nativista, sino como una historia de remembranzas donde podemos advertir lo que hemos perdido y, por eso mismo, podemos convocarlo a nuestra presencia, hacerlo vivir de nueva cuenta si nos adentramos en sus páginas, donde desfilan bandas callejeras, rebeldes en motocicleta, telegrafistas en plan nocturno y un adolescente que contempla el mundo que lo rodea y sueña con que la vida está en otra parte. Quizás en otras ciudades más cosmopolitas. Tal vez en las páginas de un libro que él mismo habría de escribir.

Si uno lee lo que su obra nos dice del norte, de Baja California, de Tijuana, de sus idas y venidas, podemos constatar que don Federico entendía que su raíz más honda, su nostalgia más firme, era la piedra de fundación de su escritura creativa. Esa querencia por rescatar el pasado, el de su vida familiar, el de su padre telegrafista, el de la madre empecinada a que volviera a Tijuana y fuera el sostén de la familia. Pero Campbell ya había soñado el mundo más allá de su ciudad natal y quería conocerlo, palparlo, saborearlo hasta que fuera suyo. Su obra es hoy en día un mundo que comparte con todos nosotros, un tiempo que nunca muere.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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