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 En memoria a mi tío Chuy

Nos vamos deshojando como margaritas. Cada día observo incrédula como los pétalos caen, los veo desvanecerse, y aunque parecen lejanos, nunca una pérdida de un ser querido por el virus había sido tan cercana.

Nos vamos deshojando como margaritas. Cada día observo incrédula como los pétalos caen, los veo desvanecerse, y aunque parecen lejanos, nunca una pérdida de un ser querido por el virus había sido tan cercana.

Así es, esta vez me tocó perder al hermano de mi madre Rosita por el coronavirus. Se llamaba Jesús Gutiérrez, también le decían “Chuyito”, pero para mí siempre fue mi tío Chuy.

Me enteré el jueves, un día lluvioso en Arizona. No tengo ni idea si había sol en Mexicali, de cualquier forma, en mi interior fue un día gris y nublado. No habrá abrazos, ni despedidas, ni lo veré por última vez, así que me quedo con su invaluable recuerdo.

La mayor parte de mi niñez la viví en su casa ubicada en el corazón del Fovissste. Un hogar amplio, con dos pisos y enormes roperos. Pero sin duda mi lugar favorito era el cuarto de baño con azulejo amarillo en la planta alta. Había una ventana que me permitía ver las casas desde arriba, mientras el agua caía sobre mi cabello, el que enjuagaba con shampoo Vanart que olía a hierbas. Me gustaba ver a través de esa ventana, en verdad disfrutaba observar los árboles verdes, el cielo azul y los techos de las casas.

Por las noches, mi prima Adriana y yo nos desvelábamos sentadas en un gran ventanal en la pieza del cuarto principal, platicando mientras la luz de luna iluminaba tenuemente nuestros rostros infantiles.

Mis primeros recuerdos de mi tío Chuy era verlo dentro de la televisión, “mi tío es famoso” pensaba a mi corta edad, porque salía en un comercial en el Canal 3 ofertando terrenos, cuando la televisión era una fascinación en los años setenta.

Luego, lo rememoro como el incansable buscador de oro, lo recuerdo con sus herramientas detectando el metal debajo de la tierra o cerniendo en los ríos las piedras doradas, no recuerdo que haya encontrado el metal preciado, quizás todo lo había reservado en su corazón.

Era delgado, usaba un fino bigote y en los últimos años lo solía ver con elegantes sombreros. Comerciante de profesión, aunque estudió unos años contabilidad en la Universidad. Hablaba con calma y tranquilidad. Incansable viajero, le gustaban las travesías a su natal pueblo Huatabampo (Sonora), de las que fui partícipe varias veces en mi niñez. Fue un gran padre y excelente hijo. Pero sobre todas las cosas, tenía una fe inquebrantable y amaba intensamente a Jehová.

Fue así, crecí en la casa de mi tío Chuy y su esposa Cande, al lado de mis primos Adriana, Jesús, Betzaida y la más pequeña Edith, la que veía como una muñeca y me encantaba vestirla con coloridos vestidos.

Después, nos hicimos grandes, nos olvidamos de la magia y nos fuimos alejando, como a veces suelen hacerlo los adultos. Nos casamos, formamos nuevos hogares, nacieron los hijos, fuimos y venimos por la vida, pero los recuerdos nunca se fueron, siguen intactos, tan brillantes y valiosos como hace más de cuarenta años.

¿Se preguntarán por qué soy tan detallada en estos recuerdos? Y respondo: Porque ahora, con la partida de mi tío Chuy, entiendo muy de cerca el dolor certero.

Solía ver las publicaciones de conocidos y amigos sobre las pérdidas de sus familiares por causa del Covid-19. Y sí, era triste, pero nunca es igual de triste que cuando te sucede.

Esta vez, el pétalo que se deshojó fue el mío.

Y esta columna va por la memoria de todos los que estamos perdiendo familiares durante la pandemia.

Ahora, lo sé.

Ahora, lo siento.

*Corresponsal en Arizona y Nuevo México de la Agencia Internacional de Noticias Efe

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