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El fin del mundo

Cuando era una joven preparatoriana solía ir con mis amigos a un lugar mágico. Solitario. Reposado.

Cuando era una joven preparatoriana solía ir con mis amigos a un lugar mágico. Solitario. Reposado. Seducido por la blanquecina luz de la luna. Hechizado por las aguas caudalosas y traviesas del Canal Todo Americano. Me refiero a “El fin del mundo”.

Aun ahora, cierro los ojos e imagino ese sitio que convertimos en nuestro refugio de paz. En un escape del mundo real. Cuando la juventud jugaba sus cartas afiladas y nos obligaba a crecer. Ceder a los años. Pese a que apenas éramos unos adolescentes experimentando con ser adultos.

Impensable visitar hoy en día ese terruñito de sosiego desde donde se podía ver el canal que dividía la línea fronteriza con México. Más bien imposible, ya que el enorme muro herrumbroso ganó terreno a través de los años separando de forma literal a Caléxico del territorio cachanilla.

Pero sobre todo, ese recuerdo es valioso por lo inalcanzable que podría llegar a ser actualmente. Se imaginan lo utópico que sería que aquellos jóvenes estudiantes se aventuraban a ese paraje ahora secuestrado por traficantes y maleantes.

Solo prevalece en mi imaginario “El fin del mundo”, conocido también como “La Luna” y en mi mente juguetona vuelve el recuerdo de ese lindero donde las feroces corrientes del Río Colorado se nos revelaban mansas y amigables por el ancho canal bordeado por ramaje silvestre.

Es que éramos jóvenes y arrebatados, conducíamos un “Hondita” negro en aquellos gloriosos años 90’s por la avenida Colón hasta donde acababa la calle de un solo sentido. No había más autopsita, era el final de la vía. Ni pensar que existiría otra Garita Internacional en esa zona. Estacionábamos el carro entre las silenciosas casas del residencial Hípico. En ocasiones, por no decir la mayoría de las veces, visitábamos el sitio pasada la media noche, subíamos aquel terraplén de tierra suelta para llegar a un paraje donde se detenía el tiempo para reír, conversar y brindar con las amistades francas.

Eran tiempos en los que no había temor de caminar libremente por las calles entrada la noche, como el que se siente ahora.

No amanecía la ciudad con la noticia ya común de encontrar cadáveres encobijados en las esquinas. No asaltaban a sangre fría. No mataban por matar. No incendiaban camiones y carros como si estuviéramos en guerra.

Ojalá mi Mexicali regresara al sosiego de aquellos años que se antojan lejanos.

Si tan solo mi ciudad pudiera volver a ser como “El fin del mundo”. Ese sitio pacífico y acogedor.

No sé, quizá es solo un pensamiento quimérico.

*La autora es periodista independiente para medios internacionales.

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