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Cuando el amor derriba cualquier muro

“Es que tengo como diez años que no los veo” dijo sonriente Claudio, con un bigote poblado, un sombrero vaquero y una camisa a cuadros de franela. Llegó de Brawley, California a ver a unos parientes por las fiestas decembrinas a través del muro que divide Calexico, California de Mexicali. 

“Es que tengo como diez años que no los veo” dijo sonriente Claudio, con un bigote poblado, un sombrero vaquero y una camisa a cuadros de franela. Llegó de Brawley, California a ver a unos parientes por las fiestas decembrinas a través del muro que divide Calexico, California de Mexicali.

Guadalupe llegó minutos después, su rostro se veía cansado y cuando platiqué con ella lo pude comprender, había perdido a su hijo al mes que se lo deportaron a México. Ese día vino a ver a su hija, lo hace cada quince días sin falta, no me lo dijo abiertamente, pero pude encontrar el temor en sus ojos de no volverla a ver.

Terminé la plática con Guadalupe y me fui caminando por el borde de la línea divisoria mientras observaba los remaches del muro reforzado una y otra vez. Por un momento pensé que se parecía a las cobijas que cocía mi abuela con retazos y cuadritos de tela.



Cuando me acercaba a la malla metálica percibía los rostros de las personas al otro lado de la frontera similar a las imágenes digitales que se revientan en pixeles. La frontera siempre me obliga a pensar en su enigma y sus toques surrealistas que la hacen única.

Seguí caminando y observé como la gente se intercambiaba objetos por pequeños orificios del muro de hierro que parece impenetrable.

¿Qué hace? Le pregunté a una mujer de suéter rojo que metía las manos por una rendija del agujero ante la mirada insensible del oficial de la Patrulla Fronteriza que se encontraba a solo dos metros de ella, “es que mi hija olvidó las llaves”, me comenta despreocupada.

Después llega Rubén, que ya rozaba los setenta años, a dejarle unos regalos a su esposa que se la habían deportado, quien me dijo sentir un gran pesar por ser la primera vez que la pasarían separados.

“Será mi primera Navidad sin él”, me comentó su esposa a través de los agujeritos del muro mohoso. Seguí caminando y seguí escuchando historias de las personas que se acercan a la pared metálica a reencontrarse con sus familiares.

Estas historias se suman al número de deportaciones de inmigrantes en EE.UU. las que subieron un 4,3 % en el año fiscal 2019 (entre el 1 de octubre de 2018 y el 30 de septiembre de 2019) respecto a 2018. El Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) reveló que entre octubre de 2018 y septiembre pasado fueron deportadas 267.258 personas frente a las 256.085 del año fiscal 2018. El total de 2019 incluyó 5.700 extranjeros catalogados como familias, lo que supuso un aumento del 110 % respecto al año fiscal anterior.

Pero algo me queda muy claro, estas personas con las que conversé están muy alejadas de los políticos que piensan que no están divididos por un muro, pero los separan los conflictos y rencores. Cuántos corazones endurecidos han buscado dividir razas y familias, pero el amor de las personas es mucho más fuerte que cualquier estructura metálica.

Este 2019 he aprendido lecciones diferentes, me las han enseñado los inmigrantes detrás de sus historias casi siempre marcadas por la tragedia. He aprendido que la vida da y quita, pero siempre te deja lo necesario para seguir adelante.

Cuando caminé por el borde de la frontera aquella mañana fría de diciembre, miré hacia arriba y observé una larga alambrada enmarañada de púas amenazantes, pero al fijar mí vista al frente, vi a personas derribando con amor un muro de hierro que a la vista de los “ciegos de espíritu” se antoja infranqueable.

* La autora es Corresponsal en Arizona, Nuevo México y Texas de la Agencia Internacional de Noticias Efe.

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