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Aún ondea la bandera amarilla sobre la ‘eterna’ cuarentena

Una vez leyendo un artículo le aprendí a un militar una regla que se ha vuelto dogma dentro de mi propio sistema de vida. Es algo tan sencillo, pero que hace de mis días una gran diferencia. 

Una vez leyendo un artículo le aprendí a un militar una regla que se ha vuelto dogma dentro de mi propio sistema de vida. Es algo tan sencillo, pero que hace de mis días una gran diferencia. Este soldado, si no me equivoco, con alto rango, indicaba que lo primero que debe de hacer uno cuando se levanta por las mañanas es tender la cama, aparte de crear un hábito de disciplina, sabrás que siempre, aunque tengas un mal día, llegarás a tu casa y podrás recostarte sobre un lecho acogedor y en orden.

Por años he seguido ese consejo y en realidad me hace feliz, pero a dos meses de estar confinada en mi casa a causa de la “eterna” cuarentena ocasionada por pandemia del coronavirus, he roto esa regla, y en ocasiones cae la tarde y mi cama sigue intacta. Eso me entristece, e irónicamente, termino tendiéndola antes de acostarme.

He notado que el hartazgo del encierro está mermando mis mejores hábitos, desde los alimenticios hasta el ejercitarme. Ni hablar de los artísticos como la creatividad, y ni siquiera he podido concluir un libro. En lo laboral, tras semanas de no ver el sol, me pesan los dedos a la hora de escribir y mi desidia hace eco en mis proyectos periodísticos. Mis emociones son una montaña rusa, que suben hasta la cima y luego caen en picada.

Estoy convencida que este tiempo en cuarentena no sacó lo mejor de mí, esta sensación de vivir en un mundo desconocido me aleja de mí misma. La pereza y el descuido se han hecho presente con el pasar de los días. Pero bueno, llega un momento en que dices “vale”, saldré a escalar montañas y conquistar el mundo.

Luego, piensas más las cosas y caes en cuenta que tanto sacrificio no puede irse por la borda, y entiendes que el retomar la vida de nuevo será un proceso lento y doloroso, del cual ya estoy encontrando resignación.

Durante este tiempo he escuchado de todo, desde los escépticos que aseguran que no existe el virus, hasta los ignorantes que indican que los están matando en los hospitales, así como los irresponsables que a sabiendas de la epidemia continúan llevando sus vidas bajo una supuesta normalidad.

Lo cierto es que la letalidad del virus no me la contado el primo de un amigo, ni estoy paranoica por el bombardeo diario de noticias trágicas y amarillista. Lo sé de primera mano, durante estos días he entrevistado a neumólogos, internistas, especialistas, virólogos, enfermos que están en primera línea y lo que me narran es tan real y lamentable, que por respeto a ellos y a las personas que luchan por su vida con un tubo atravesando la tráquea, prefiero seguir aislada en este pequeño espacio, dejando que mis demonios se sigan dando un gran festín.

Y si no me creen, créanle a los números, los que indican que se han registrado más de 4.4 millones de casos de Covid-19 en todo el mundo, incluidas al menos 302 mil muertes, siendo el país de las barras y las estrellas uno de los países más golpeados por la epidemia.

El coronavirus es tan verdadero y cada vez más cercano que me obliga a dar marcha atrás en mi intento por volver a una vida social que cada vez se antoja más lejana. No descarto que algún día esto cambiará, pero acepto que aún no es el tiempo, pese a que Estados Unidos presume una ilógica reapertura económica.

En mi experiencia, confieso que el aislamiento no ha sido fácil, pero seguiré contando los días y procurando tender mi cama todas las mañanas, hasta que deje de ondear la bandera amarilla sobre la barcaza que navega sobre esta “eterna” cuarentena.

* La autora es corresponsal en Arizona, Nuevo México y Texas de la Agencia Internacional de Noticias Efe.

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