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Agua, mucha agua

En el año de 1974 tuve la oportunidad de visitar, explorar y cazar en Alaska durante dos semanas.

En el año de 1974 tuve la oportunidad de visitar, explorar y cazar en Alaska durante dos semanas, en compañía de dos amigos de Mexicali, uno de Los Ángeles, California, y el buen amigo George Taylor (†) de Alaska, EUA. El mayor impacto que me causó Alaska fue ver, usar y sufrir tanta agua. Nacido y criado en el desierto, sencillamente no tenía entonces, que no conocía aún el trópico, un marco de referencia de lo que es un paisaje extremadamente húmedo. Sabía que así sería, por lo que me compré unas botas “Browning Waterproof” con la esperanza de mantener mis pies secos y calientes. Pero en la mayoría de los arroyos que tuvimos que cruzar el nivel del agua nos daba a las rodillas o hasta la cintura, así es que unas botas con esa característica no resolvieron el problema.

Gracias a la recomendación de Taylor, de llevar varios pares de calcetines secos y secar cuanto antes los que se mojaran, pudimos mantenernos más o menos confortables en la tundra. Una recomendación de George que me resistía a acatar fue la siguiente: “No lleven cantimploras”. ¿Qué? me dije, cuando después del rifle es lo más pesado y apreciado que un cazador carga en el desierto. A cambio, George nos recomendó llevar tasas de aluminio ya que en todo lugar habría agua para beber, asearnos y cocinar, y así fue. Llevábamos la tasa colgada de uno de los postes del “back pack”, para tenerla a la mano y beber cuando fuera necesario

Y en esta humedad constante es difícil encontrar leña seca, a pesar de haber bosquecillos de pinos y abetos en todo el paisaje. Por esa razón, llevamos estufas portátiles con alcohol sólido de combustible y una gran variedad de guisos deshidratados. Desde huevos con jamón, estofados, sopas, verduras, etc. Con las estufitas, sólo poníamos agua a hervir y luego a vaciarla en el sobre del platillo elegido, cerrarlo y esperar unos minutos a que los ingredientes se hidrataran y estuviesen listos para comerse. Café y azúcar completaron el menú en la larga caminata alrededor del Monte McKinley que, para llegar a él, fue necesario una caminata de 25 kilómetros de ida, y otros tantos de vuelta.

Pero en Alaska hubo proteína por todas partes, entonces no requerimos cargarla. Entre los alimentos que recuerdo, resalta un estofado de alce que cociné en plena tundra, salmones ahumados que pescamos y media docena de perdices del ártico que rostizamos en nuestro campamento, un villorrio minero abandonado de doce cabañas de tablas, de las cuáles sólo una tenía puerta, ya que los osos pardos las destruyen en busca de alimento. Para dormir, nos encerrábamos en ésta y atrancábamos la única puerta, la cual tenía grabadas las garras del temible “grizzly”. También tuvimos fruta fresca de estación a escoger: arándanos azules, rojos y negros, que abundaban en nuestro alrededor.

Este primero de noviembre, quizá debido al fresco que por fin llegó, mi memoria saca del baúl recuerdos para consagrar. Tomado de Añoranzas Cinegéticas.

*- El autor es investigador ambiental.

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