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AMLO ante la delincuencia

Después de lo sucedido en Culiacán la semana pasada, sobresalen dos hechos contundentes. El primero, el poder inmenso que tiene y ha acumulado el crimen organizado.

Después de lo sucedido en Culiacán la semana pasada, sobresalen dos hechos contundentes. El primero, el poder inmenso que tiene y ha acumulado el crimen organizado durante los últimos años, que es paradójico con las estrategias bélicas que ha empleado el gobierno precisamente durante todo este tiempo. Y, segundo, la gran debilidad del Estado y su incompetencia para hacerle frente a estas bandas delictivas.

Vayamos por partes. Por más que se haya avanzado en el estudio y la evolución que han tenido los grupos delincuenciales en México, en especial los que se dedican al trasiego de drogas, y se hayan formado en las últimas décadas un sinnúmero de especialistas en el tema, no teníamos una idea clara de su poder y de sus pertrechos bélicos hasta ver el caso de Sinaloa.

Sinaloa nos muestra, aunque no exclusivamente, que el crimen organizado está formado por pequeños “ejércitos” que defienden o se apoderan de extensos territorios, con capacidad de paralizar una ciudad o de desquiciar en unos cuantos minutos la vida normal de una urbe, creando situaciones de terror y pánico entre la población.

En decir, el crimen organizado domina y controla no sólo Sinaloa sino varias ciudades o regiones del país, como ocurre en estados como Guerrero, Tamaulipas, Veracruz, Michoacán y Guanajuato, entre varios más. El crimen o las bandas delictivas no son un factor externo que se infiltra en la vida urbana de las ciudades y pueblos; son un factor que está ahí, incrustado, cohabitando con los ciudadanos comunes.

Hay ciudades como Culiacán donde el crimen organizado se ha enraizado desde hace décadas en el tejido urbano de la ciudad, haciendo más complejo y más confusos los límites y las diferencias entre sus habitantes, pero también las posibilidades de combatirlo y extirparlo de la vida cotidiana o de las actividades económicas en general.

Esto quiere decir que mientras los gobiernos mexicanos le han declarado la guerra desde hace 13 años, las bandas del crimen se han sofisticado tanto en su organización como en su capacidad de fuego y en otras acciones. La guerra, como es evidente, la va perdiendo cada vez más el gobierno. Sinaloa es un ejemplo.

El segundo hecho contundente que se desprende del caso de Sinaloa es la debilidad del Estado y el fracaso que han sufrido los gobiernos en todos estos años. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho que él combatirá de otro modo al crimen organizado, dejando de lado el paradigma de la guerra y promoviendo un proceso de pacificación a través de atacar las causas de la delincuencia, como es la desigualdad y la pobreza en general.

Las premisas y diagnósticos de AMLO consisten en que el crimen organizado en México crece y se desarrolla porque hay muchos jóvenes o individuos que, estando en condiciones precarias, buscan una salida en las actividades ilícitas. Sin embargo, hay muy pocas evidencias para sostener esta explicación. Las causas de la criminalidad son más complejas y si bien la desigualdad social puede impeler a esa actividad, está lejos de ser la única razón.

Entre las causas más importantes de las actividades ilícitas y de la organización del crimen están la ausencia o la debilidad del Estado de derecho, la no aplicación rigurosa de la Ley, la corrupción imperante en casi todas las esferas del gobierno y entre la clase política, de los partidos, los sindicatos, el poder legislativo y, obviamente y de manera clara, del poder judicial.

Ante el vacío que deja un pleno Estado de derecho, el crimen organizado penetra por todos los poros del gobierno, corrompe sus instituciones, financia campañas electorales, infiltra a los cuerpos policiacos, compra a los jueces y prácticamente gobierna a través de personeros o de partidos políticos subvencionados por ellos.

Restituir este Estado de derecho puede llevar años, como lo muestran otras experiencias en otros países, y no se puede hacer si no se restituye la legalidad, si se rompe el tejido de los organismos de la sociedad civil, si se maniatan otros poderes (como lo está haciendo AMLO), y, de manera importante, si no se entiende que el crimen organizado tiene y responde a una dinámica interna en donde la violencia constituye su arma principal.

López Obrador, en este punto como en otros, ha sido impreciso y ambiguo. Ha dicho muchas cosas contradictorias. Habló primero de que frente al crimen era necesario el “perdón pero no el olvido”; luego dijo “abrazos no balazos”, al tiempo que deslizaba la idea de la “amnistía”, pero luego corrigió. Más recientemente afirmó que la doctrina de su gobierno es la “hermandad, la no violencia y el amor al prójimo”.

En suma, no está claro cómo quiere combatir al crimen organizado López Obrador. ¿Sólo estará ganando tiempo? Así parece.

* El autor es analista político.

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