Mar de fondo
El tsunami de AMLO Aplastante, contundente e incontrovertible ha sido el triunfo de AMLO en todo el país. Las primeras cifras indican que el 53 por ciento de los ciudadanos votaron por él y atrás, muy atrás, se quedaron sus contrincantes, Anaya con 22 y Meade con 16, una diferencia de 31 y 38 por ciento, respectivamente. Ganó en 31 de los 32 estados con amplia mayoría, lo mismo en la votación para diputados y senadores en cuyas cámaras tendrá mayoría, así como en más de 17 congresos estatales. De paso, ganó 5 gubernaturas de las 9 en disputa. El país dio un vuelco radical en su geografía política. El PRI y el PAN casi desaparecen del mapa político. El tricolor no ganó en ningún estado y sólo obtuvo un senador de mayoría relativa y sólo 14 diputados de 300 distritos en juego. El PAN ganó la gubernatura en 3 estados (aunque Puebla está en duda), pero se desplomó en sus escaños en el Senado y la Cámara de Diputados. Perdió de manera aplastante en muchos de sus bastiones tradicionales, como en Baja California en donde no ganó ningún distrito, sólo un senador de minoría. Es un triunfo histórico que se explica por muchos factores, pero hay algunos de mayor peso. Entre ellos, y que poco se ha mencionado en los análisis posteriores, es la enorme ventaja que AMLO logró obtener con respecto a los otros comicios donde había participado. Visto en retrospectiva, es evidente que las fuerzas de izquierda en México debieron ganar tanto en 1988 como en el 2006 y 2012 pero, dado su estrecho margen, el gobierno y los partidos del régimen intervinieron para hacer un fraude. Para ganar, AMLO necesitaba una amplia ventaja para evitar la repetición del fraude y las maniobras de los otros partidos, ganar con más de 20 puntos y de manera aplastante, como ha sucedido (con más de 30 puntos), para evitar que le volvieran a arrebatar su triunfo. Creo que esa fue una de las primeras metas que se propuso AMLO en esta campaña, sacar masivamente a los electores a votar. En segundo lugar, el voto masivo por AMLO representa un cuestionamiento profundo al sistema y a la clase política que se instaló en el poder, tanto a nivel federal como en las entidades, en ese periodo que llamamos de la “transición democrática” en México. Una clase política que sustituyó al viejo régimen y dio cabida a la pluralidad, pero trajo el dominio de la partidocracia, el derroche de recursos, la ineficiencia, el bajo nivel de la representación política, y por encima de todas las cosas, ensanchó la corrupción y provocó la mediocridad de los gobiernos. Las alternancias y los cambios en la clase política desde los años ochenta y noventa (y no se diga la Presidencia en el 2000), no trajeron ningún cambio benéfico para México y menos para el ciudadano común. Al contrario, se afianzaron los privilegios de algunos, aumentó el enriquecimiento ilícito y el uso faccioso de las instituciones de gobierno, nacieron los virreyes en los estados, mientras la tecnocracia adoptaba un conjunto de políticas económicas y sociales excluyentes y concentradoras del ingreso. Todo esto provocó un estado de ánimo social explosivo en los últimos años, agudizado por un gobierno torpe que nunca pudo encontrar el origen de la irritación y el enojo de la gente. Sólo AMLO, con su tozudez política, se convirtió en el portavoz de la inconformidad y el vehículo para recuperar la esperanza en un país que ha sido saqueado por su clase gobernante. Estamos, así, ante un hecho histórico que va a inaugurar una nueva etapa para México y que va a provocar enormes cambios en la vida social y política. La simple desaparición o debilitamiento de los viejos partidos ya es un cambio en sí mismo arrojado por las urnas, que es un proceso que se va acentuar en los municipios y las entidades, oxigenando o cambiando las viejas formas de hacer política y de gobernar. Los cambios no van a ser fáciles o rápidos, pero ya desde ahora hay signos que esta nueva distribución del poder va a dar lugar a nuevos acuerdos y proyectos que significarán el desmantelamiento de un régimen de privilegios, así como terminar con la imbricación entre el poder económico y la clase política, de donde ha nacido y se ha procreado la enorme corrupción que hoy invade al país. No se trata de echar las campanas al vuelo, sino de saber reconocer la enorme dimensión que representa este cambio, cuyo alcance va a depender no sólo de la voluntad política de López Obrador y de la visión con la que busca gobernar, sino también de la capacidad que tenga la sociedad o una parte sustancial de ella para involucrarse en este nuevo proceso de cambio. El nuevo rostro político y electoral del país, así como la llegada de un presidente cuyo triunfo se apoyó en una fuerza nueva, variopinta y heterogénea, con tintes cargados hacia la izquierda social, va a tardar en asimilarse por muchos sectores que construyeron una imagen de AMLO a partir de los prejuicios y estereotipos difundidos por sus detractores. Pero es ahora cuando en realidad se va a empezar a conocer quién es AMLO. El autor es analista político
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