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Columna Huésped

Gabriel Trujillo Muñoz ¿Qué lengua es la lengua que hablamos en la frontera Norte de México? ¿Es la que se habla en los círculos académicos o es la que se utiliza en la calle, entre la gente que va y viene entre México y los Estados Unidos? Lo que puedo decir es que el lenguaje fronterizo es una creación que lleva mucho tiempo construyéndose. No nace con el Tratado de Libre Comercio de América Latina en 1994 –en todo caso, es entonces cuando se extiende a todo el país como emisario de los nuevos intercambios culturales y los hábitos de consumo que este tratado provoca–, ni surge con el Programa Bracero creado en la Segunda Guerra Mundial, ni aparece con el auge de la industria del vicio –como reacción a la ley seca estadounidense de 1919 a 1933– en las primeras décadas del siglo XX. La situación política que lleva a que Baja California pasé a ser frontera con los Estados Unidos, en 1848, es la que impone una dinámica social donde el español de los bajacalifornianos del siglo XIX se topa con el idioma inglés para comerciar, negociar y comunicarse en esta zona del mundo que era, entonces, parte del viejo Oeste y que estaba muy lejos del control federal, al que se le veía remoto y poco propenso a inmiscuirse en la vida cotidiana de sus poblados, en el habla diaria de sus pobladores. Es entonces que el lenguaje fronterizo va conformándose de cara a dos idiomas, el español y el inglés, que se complementan y necesitan uno del otro, que se acomodan y se mezclan para poder comunicarse entre sí como una variante práctica entre vecinos nada distantes, pero que viven y trabajan muy lejos de sus respectivos centros culturales. El lenguaje fronterizo, por lo mismo, podemos verlo como una herramienta incompleta pero funcional, un instrumento siempre en construcción que sirve para la coexistencia de las poblaciones y los pobladores de la frontera a ambos lados de la línea internacional, cuando las condiciones existentes no permitían las comunicaciones y transportes entre Baja California y el resto del país, mientras que los lazos entre California y Baja California eran vitales para mantener a estas comunidades andando y prosperando con sus propios recursos lingüísticos. Recursos que eran una mezcla de oportunidad e improvisación, de creatividad y accidente verbal. Pocos son los estudios al respecto en nuestra entidad, pero incluso estos pocos manifiestan que el lenguaje fronterizo, por más vituperios y condenas sufridas desde el purismo idiomático, es un factor cultural a tomarse en cuenta para entender, en términos históricos y sociales, quiénes fuimos y quiénes seguimos siendo los bajacalifornianos como sociedad de frontera, como hablantes de un idioma español abierto a las necesidades de su tiempo y circunstancia. El lenguaje fronterizo como una forma de paliar las múltiples voces de nuestra Babel contemporánea en la periferia nacional, como una manera de poder dialogar, tanto con los otros como con nosotros mismos, en el precario equilibrio de la vida de frontera, donde cada quien tiene que rascarse con sus propias uñas y darse a entender con sus propias palabras. Al final de cuentas, el lenguaje fronterizo no es más que el idioma español que debe lidiar con voces ajenas que, algunas veces, terminan por volverse propias y, en otras ocasiones, acaban desapareciendo después de una breve temporada de estar en uso. El que estas voces se expresen en una región limítrofe como lo es la frontera bajacaliforniana, frontera sacudida por el encuentro incesante de dos países y, por ende, de dos culturas, sólo da mayor resonancia (y relevancia) a una zona de nuestro lenguaje que lanza sus esquirlas verbales ante el contacto cotidiano con los otros, frente al choque diario con las palabras de los otros. Frutos verbales donde el lenguaje mismo pregunta y responde, cuestiona y afirma. Tiempo en colisión que nos habita y habitamos, que nos refleja e imagina. El lenguaje como encarnación de nuestra forma de ser-aquí-en-la-frontera. O como dijera Octavio Paz, la lengua que hablamos como el "tiempo hecho cuerpo repartido", como la vida expuesta a las inclemencias de nuestro entorno, como una rama nueva del gran árbol del mundo, donde nuestro idioma es tradición y apertura, juego y norma, salto y abismo. Lengua que habla y que fabula en las marejadas de nuestra convivencia diaria, en las fricciones de nuestra mutua vecindad. * El autor es escritor y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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