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El diablo respetuoso

Lo que veo es una Guardia Nacional que no se atreve a operar en contra de los criminales para no violentar derechos humanos de la población.

Para haber mandado al diablo las instituciones y ser considerado una amenaza a los sacrosantos organismos encargados de impulsar la democracia real y también la otra, la simulada, López Obrador ha resultado en la práctica un diablo respetuoso, a pesar de su verbo incendiario.

Una y otra vez se ha quejado de las decisiones de los otros poderes, de los organismos de competencia, del INE, de la prensa y de toda ONGs nacional o internacional que expresa críticas sobre su Gobierno.

No ha ahorrado epítetos para cuestionarlos ni escondido sus deseos de cambiar a aquellos que están en su área de atribuciones y, en algunos casos incluso, de desaparecerlos.

Y, sin embargo, llegado el momento ha acatado las decisiones legales del entramado institucional. Trátese de la suspensión de candidatos de Morena a las gubernaturas de Guerrero y Michoacán, del límite a la sobrerrepresentación a la mayoría en la Cámara de Diputados, de los amparos otorgados por los jueces que paralizan sus leyes secundarias, o las resoluciones que le son adversas del Trife o la Suprema Corte.

En ese sentido me parecen desmesurados los calificativos que endilgan al Presidente algunos de mis colegas: Tirano, déspota, autoritario. En algún foro reciente en España, cuyo video circula en redes, se observa a Enrique Krauze afirmar que peor que una dictadura blanda es una dictadura a secas, refiriéndose al gobierno de la 4T.

Supongo que los españoles despistados que escucharon eso asumirán que en México las cárceles rebosan de prisioneros políticos, que los opositores al régimen deben exiliarse, que las propiedades de los empresarios críticos son expropiadas y los diarios que ridiculizan al Presidente son saqueados y suspendidos.

Lo que veo es una Guardia Nacional que no se atreve a operar en contra de los criminales para no violentar derechos humanos de la población, a una prensa que después de tres años de acribillar al Presidente con razón y sin ella cada 24 horas, aún lo sigue haciendo, de columnistas y presentadores que han convertido su antilopezobradorismo en una rentable actividad.

Más allá de sus prédicas provocadoras o su lenguaje florido y combativo, el “populista de izquierda que está destruyendo a México” ha reducido el tamaño de la burocracia, busca el equilibrio en las finanzas públicas, es adverso al endeudamiento al que se entregaron los gobiernos anteriores, controla la inflación y mantiene el peso firme gracias a políticas que en macroeconomía se consideran conservadoras y responsables.

Ni siquiera ha aumentado el impuesto a los ricos, como haría cualquier Gobierno socialdemócrata de Europa. Es cierto que podrían haber sido aterrizadas mejor las estrategias para eliminar los contratos de obra leoninos, atacar el huachicol, combatir el monopolio criminal de las medicinas o impulsar el empleo y el desarrollo del abandonado Sureste con obras gigantes.

Hay apresuramiento y aprendizaje sobre la marcha, problemas de gestión y no poco empecinamiento. Pero todas ellas han sido impulsadas por motivos legítimos e incluso encomiables y no para hacer negocios en favor de sí mismos y de una camarilla de empresarios cómplices, como muy frecuentemente era el caso en gobiernos anteriores cuando se lanzaban proyectos y obras mayúsculas.

El Presidente es acusado de buscar ampliar sus márgenes de maniobra frente al resto de los actores políticos, cosa que efectivamente hace. Como también lo hacían mandatarios de regímenes anteriores: Designar consejeros electorales afines a su partido, elegir ministros de la Suprema Corte a modo, manipular para asegurar titulares de los organismos de competencia y equilibrio de poderes favorables a sus intereses. Sólo que ellos lo hacían por otra vías.

No es que los presidentes del PRI y del PAN fueran más respetuosos de las instituciones democráticas, pero se distinguían de López Obrador en dos sentidos.

Primero, hacían en lo oscurito lo necesario para doblegar voluntades y resistencias, mientras de cara al público se exhibían como respetuosos demócratas. No tenían que quejarse de la prensa en público porque podían cortejar y presionar a los dueños de los medios en privado.

Y segundo, se trataba de resistencias mínimas porque ministros, consejeros, titulares de organismos compartían la misma visión del mundo que el Presidente en funciones. Las diferencias eran de matiz o de lealtades de grupo, no de proyecto. ¿De verdad esos mandatarios eran más respetuosos de las formas democráticas solo porque no hablaban mal de ellas en público o desfogaban sus frustraciones en las paredes de un despacho en Los Pinos?

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