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Vandalismo, es el momento de hacer algo

Las autoridades suelen preferir pasar el trago amargo “del día siguiente”, que enfrentar a estos grupos de infiltrados enardecidos y correr el riesgo de la foto con una imagen represiva que puede costar la renuncia del funcionario o incluso una averiguación penal.

Jorge  Zepeda

REHÍLETE

“Tras la golpiza propinada a los policías de la Ciudad de México por cientos de vándalos, muchos de ellos encapuchados, incrustados en las marchas del 2 de octubre, cabría preguntarse

si ha llegado el momento de hacer algo”.

Tras la golpiza propinada a los policías de la Ciudad de México por cientos de vándalos, muchos de ellos encapuchados, incrustados en las marchas del 2 de octubre, cabría preguntarse si ha llegado el momento de hacer algo. Es decir, algo más que ofrecer disculpas a los ciudadanos y asumirlo como un costo a pagar en determinados aniversarios.

Por lo general, las autoridades suelen preferir pasar el trago amargo “del día siguiente”, que enfrentar a estos grupos de infiltrados enardecidos y correr el riesgo de la foto con una imagen represiva que puede costar la renuncia del funcionario o incluso una averiguación penal. Negociar con las joyerías y los comercios afectados y reparar destrozos es mucho más seguro que asumir la responsabilidad de lo que pueda suceder en un enfrentamiento de poder a poder. Es muy fácil indignarse frente a lo sucedido y acusar con dedo flamígero, pero tampoco podemos ser ingenuos e ignorar que esos mismos acusadores, y otros más, lincharían mediáticamente a Gobierno y autoridades si un operativo de contención se sale de las manos y un joven termina en la morgue.

Eso desde el punto de vista de los funcionarios. Pero incluso desde un enfoque más orgánico o institucional, la aversión al riesgo es comprensible. En cualquier país occidental hay pocas cosas que los gobiernos teman más que una chispa capaz de detonar la exasperación de tantos que tienen algo que reclamar. Vándalo o no, cualquier potencial víctima de “la represión policiaca” pertenece a una comunidad, probablemente marginal, cargada de agravios.

Son las razones por las cuales en Londres, París o Ciudad de México las autoridades suelen preferir hacer control de daño de los destrozos, que enfrentar el riesgo de provocar una cadena de movimientos potencialmente incendiaria.

Dicho lo anterior, la inacción tiene un costo creciente. Frente a la impunidad, los grupos provocadores tienden a multiplicarse y, peor aún, a intensificar la violencia y la severidad de sus acciones. Porque no estamos hablando ya de situaciones que se salen de cauce en una marcha por el arrebato emocional o la calentura de un par de acelerados (y descerebrados). Se trata de operaciones de provocación y violencia pensadas de antemano. Las investigaciones tendrán que precisar el origen de la agresión este 2 de octubre, pero los sospechosos usuales son mencionables: Porros de la UNAM, grupos de ultraderecha o neonazis, radicales de ultraizquierda que desean “desenmascarar” al Gobierno, seudoanarquistas que no pierden la oportunidad de golpear policías, crimen organizado siempre interesado en crear escenarios de río revuelto. El problema es que de no hacer nada, o algo mejor de lo que se está haciendo, aumentará la tentación entre estos grupos para aprovechar la oportunidad de poner en marcha sus agendas. Y tampoco podemos descartar que la agresión de este jueves no esté relacionada con algo peor; por ejemplo, el asesinato de los dos colaboradores de la jefa de Gobierno hace algunos meses.

El daño provocado por estos grupos afecta en tres sentidos. Por un lado, los policías obligados a afrontar sin bastones o equivalente, a cuadrillas de vándalos armados de cadenas y barras de metal. “Si mi casco no hubiera resistido estaría muerto”, afirmó uno de ellos. Otros tres no fueron tan afortunados y su vida pende de un hilo. Nada bueno derivará de que los policías y sus comandantes lleguen a la conclusión de que los funcionarios prefieren evitar riesgos políticos con cargo a la integridad física de guardias y granaderos. De no hacerse algo se corre el riesgo de que los cuerpos de seguridad acumulen un resentimiento justificado por la sensación de ser utilizados como carne de cañón. Y a ningún sistema político conviene la acumulación de enconos de parte de las fuerzas armadas con respecto al poder civil.

Luego están los comerciantes afectados. El Gobierno puede compensar algunos daños económicos, pero va más allá de eso. El seguro anual que cubre pérdidas será cada vez más caro; el temor de clientes y empleados en determinadas fechas será paralizante. Pero sobre todo la sensación de impotencia frente a fuerzas salvajes respecto a las cuales la autoridad es incapaz de ofrecer mínimos de seguridad. Obvio decir que, en momentos en que el Gobierno de la 4T intenta construir un clima favorable a la inversión y a la generación de empleos, el malestar de los comerciantes es contraproducente.

Y finalmente está la opinión pública y las sensaciones de la ciudadanía. Muchos mexicanos no hacen los cálculos políticos de los párrafos anteriores. Simplemente asumen que el Gobierno es incapaz de contener a un centenar de vagos y proteger a comerciantes y a mujeres y hombres de a pie. Una sensación de impotencia que poco a poco se va traduciendo en pérdida de credibilidad, incertidumbre y miedo. Los ingredientes que, combinados y macerados, derivan en un apetito por los pregoneros de mano dura; los Bolsonaros, los Trumps y los Buqueles.

En ese sentido, constituye una paradoja que un Gobierno que utiliza el argumento de no ceder a la provocación, para no convertirse en autoridad represiva, termina alimentando un clima favorable a soluciones autoritarias.

Todo lo anterior no significa que esté abogando por una confrontación a palos ni mucho menos. Pero sí por una estrategia de fondo. El deseo de no reprimir, premisa con la que estoy de acuerdo, no puede convertirse en coartada para la inacción, porque eso, insisto, agravará el problema.

Más bien se requiere voluntad política para afrontarlo profesionalmente antes, durante y después. Antes, mediante trabajo de inteligencia para detectar estos grupos, infiltrarlos, captar comunicaciones, identificar a sus líderes y sus posibles vínculos criminales. Durante, con un despliegue de mayor fuerza a lo largo de las marchas y plantones para desincentivar la violencia y un trabajo de conciencia entre los manifestantes genuinos para que se deslinden de los provocadores. Y después, para evitar la impunidad sobre los crímenes cometidos: Los policías deben saber que la agresión destinada a lastimarlos culmina en detenciones. Eso implica recursos, investigación y disposición. Algo mucho más que lo que hasta ahora ha sido una mera disculpa y una apuesta para que el tema se olvide en dos o tres días.

Jorge Zepeda Patterson es economista y sociólogo.

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