La magia de Messi
Ver a Messi jugar es como presenciar a un caminante con GPS integrado en el campo, siempre en el lugar exacto donde se necesita, moviéndose con una magia que desafía la física.
Lionel Messi casi no corre. Camina. Es un caminante con brújula. No, eso suena a muy viejo. Es un super jugador con GPS integrado.
Sabe en todo momento dónde están las piezas y dónde están los espacios, y se mueve para allá. Pero cuando corre es como si tuviera la pelota amarrada al pie. Nadie se la quita. Y cuando la suelta es, muchas veces, a ese lugarcito que la física asegura que es imposible.
Hacía mucho tiempo que quería ver a jugar a Messi. No hay nada como ver a una persona, en vivo, en el tope de su profesión. Y será la pandemia o la edad pero, al igual que al cantante Luis Fonsi, me ha dado por ir a conciertos.
Quedé maravillado en dos conciertos de Taylor Swift; tiene una energía, talento y mensaje incomparables. Fueron tres horas viendo, quizás, el mejor show que existe actualmente en el planeta. En el Estadio Azteca de la Ciudad de México presencié una clase de manejo de audiencia del maestro Bad Bunny. Ese control del escenario ante más de 80 mil espectadores sólo lo pueden hacer los artistas verdaderamente grandes. Volé a Los Ángeles únicamente para escuchar los coros olímpico-celestiales de Coldplay, cuyas vocalizaciones suenan bien en cualquier idioma. Y en Las Vegas no dejó de impresionar, de igual manera, la permanencia del grupo U2 y los extraordinarios juegos de gráficas y videos del escenario en la Sphere.
Con esta profesión he tenido la suerte -más bien, el privilegio- de ir a Mundiales y a Olimpiadas. Pero me faltaba ver a Messi.
El sábado de la semana pasada estaba jugando futbol por la mañana, como llevo haciendo por más de 20 años, con el mismo grupo de amigos. Jugamos por puro placer y en rebeldía a los que aseguran que ya es demasiado peligroso para nuestra edad. Es cierto que uno de nuestros compañeros se salvó de un ataque al corazón luego de un partido. Pero ese mismo amigo sigue jugando con nosotros y me invitó a ver a Messi. “Vente Jorgito con nosotros”, me dijo. Y si alguien todavía te llama Jorgito a los 66 años no le puedes decir que no.
Cuando vives en el Sur de la Florida, y Messi y el Inter de Miami juegan el sábado por la tarde, no tienes más que agarrar el carro, manejar media hora y puedes ver al mejor jugador del mundo por 90 minutos. Eso es único.
El estadio Chase donde juega MesPobre si no es Maracaná. Está armado, para mi gusto, con demasiados fierros y cuando los fanáticos golpean las gradas con los pies, parece que se va a desbaratar. Pero tiene una cercanía a la cancha que es muy difícil empatar. Sientes que puedes tocar a los jugadores, o al menos, oír su respiración. Y los jugadores -como en ningún otro estadio- pueden correr a abrazar a sus hijos, en asientos al ras del campo, luego de un gol.
Y como es Miami hay música. Todo el tiempo. Los 90 minutos. Maracas y cantos y bailes y meneos. La porra del Inter de Miami es, sin duda, la más alegre y gritona de los 29 equipos de la Major League Soccer (MLS). Es una marea vestida de rosa. No estamos hablando del mismo nivel de futbol que la liga Premier en Inglaterra o de los equipos españoles. Pero en la MLS hay grandes jugadores, muchas promesas y partidos muy competidos. Mi pronóstico es que de aquí, alguna vez, saldrá el equipo que le dé a Estados Unidos su primer campeonato mundial.
Sin duda, fui a ver el juego correcto. El Inter de Miami le ganó 6-2 a los Red Bulls de Nueva York. El club nunca había metido tantos goles en un partido en su corta historia. Iban perdiendo uno a cero en el primer tiempo pero en el segundo se pusieron las pilas y salió la magia de Messi. Dio cinco pases de gol y metió uno.
Messi tiene esa increíble capacidad de colocar el balón en los espacios más inverosímiles. Luego de tocarla, te quedas con la pregunta ¿cómo hizo eso? Su baja estatura -1.70 metros y 36 años- no le evita driblar a jugadores que le sacan una cabeza, que pesan mucho más y que tienen 10 años menos. Puede perfectamente burlar a la vez a tres jugadores contrarios.
¿Es Messi el mejor del mundo? Hoy sí. Y ahí está el último Mundial para probarlo. Claro, hay muchos cracks. Alguna vez vi en Los Ángeles cómo David Beckham doblaba la pelota en un semicírculo. Y cuando niño, por televisión y antes de la era de Maradona, le puse a Pelé el título del mejor de la historia luego de clavarle de cabezazo el primer gol a Italia en la final del Mundial de México en 1970. (Acabo de volver a ver el video de ese gol y se me aguaron los ojos.)
Pero Messi es Messi. Tengo que confesar que me pasé todo el partido viendo lo que Messi hacía, aunque no tuviera la pelota. Es un detective de los espacios libres. Su estrategia es estar donde nadie está. Y luego, con ese par de piernas, hace movimientos que nadie puede igualar.
Salí del estadio en una especie de éctasis. Por fin había visto jugar al mago. Pero luego, me cayó ese extraño sentimiento de tristeza que ocurre luego de experimentar cosas verdaderamente extraordinarias porque sabes que ese momento nunca más se repetirá.
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