La nacionalización de la Navidad
Toda revolución aspira a apropiarse de los referentes culturales, casi nunca lo logra.
Carlos Trejo Lerdo de Tejada (1879-1945) nació en un ambiente juarista y liberal, descendiente de Sebastián Lerdo de Tejada -ex presidente de la República- y nieto de Miguel Lerdo de Tejada -ex secretario de Hacienda-. Desde joven intentó indagar sobre los valores nacionales y sus coordenadas culturales, procurando rescatar para una nueva sociedad mexicana aquel México antiguo lleno de símbolos, mitos y culturas asombrosas.
Después de peregrinar por distintas posiciones políticas e intelectuales, ser simpatizante de la reelección de Porfirio Díaz y encontrar asideros ideológicos en el positivismo dominante, llegará al maderismo y al movimiento ciclónico que este levantamiento engendrará. Abrazará con entusiasmo las ideas revolucionarias e iniciará un camino intelectual poco conocido.
Se verá forzado al exilio y esta experiencia provocará en él una pretensión intelectual justificadora, desde lejos y viviendo en Cuba, escribe un texto en 1916 que será su pasaporte intelectual y muestra de su destino ideológico: La Revolución y el Nacionalismo: Todo para todos. Escrito desde la ausencia y la lejanía, revela en aquel trabajo su anhelo de una Nación basada en nuevas posibilidades políticas.
Transita por los gobiernos revolucionarios por cargos de influencia limitada, desde que inicia su carrera política y burocrática lucha por crear nuevas formas culturales que nos representaran mejor y que llevaran impregnadas los principios de aquella Revolución y su carácter nacionalista.
Arriba a la subsecretaría de Educación en un Gobierno vacilante y frágil, encabezado por el ingeniero michoacano Pascual Ortiz Rubio. Desde aquella posición defiende su idea de reproducir en Quetzalcóatl el nuevo ser nacional, personaje que serviría para la introducción de una nueva identidad en la niñez mexicana, unir en aquella deidad mesoamericana lo mejor y más profundo del alma nacional y así abandonar aquellas figuras ajenas y extranjerizantes como Santaclós.
El Gobierno de Ortiz Rubio tiene un sustento enclenque, la figura omnipresente de Plutarco Elías Calles eclipsa cualquier acción o decisión del presidente Ortiz Rubio. La prensa y la clase política consigna con mordacidad este hecho, a aquel mandatario apocado lo hieren con un mote burlesco: El nopalito.
El 23 de diciembre de 1930, Ortiz Rubio acompañado de su esposa, así como de Carlos Trejo -ya como secretario de Educación-, realizan un acto celebratorio en fechas navideñas en el conocido Estadio Nacional. En principio aquel acontecimiento causó asombro, después indignación en una parte importante de la población, al final todo acabó convertido en chunga generalizada.
Aquel día, un individuo ataviado como la antigua deidad mexica Quetzalcóatl, al centro de aquel monumental estadio y ante casi 13,000 mil niños, parapetado en una pirámide decorada con serpientes emplumadas, les otorga regalos a los niños de aquel México revolucionario. La idea defendida y concebida por Trejo se materializaba.
La prensa consignó el acto como la sustitución de los símbolos tradicionales de la Navidad por algo que nos llevaba al México prehispánico, el momento en que se llevó a cabo este festejo no fue el más propicio, la Guerra Cristera estaba latente y la animadversión entre las partes era creciente, la mayoría de la población interpretó aquello como un ataque a sus creencias, antes que una reivindicación de su pasado indígena.
Aquel régimen se vio tocado por el ridículo, la prensa contribuyó a evidenciar la pifia y los caricaturistas hicieron mofa de aquella ocurrencia, aquella propuesta se trasformó en un esperpento descomunal.
Nunca más se volvió a intentar. Carlos Trejo con el tiempo renunció al igual que Pascual Ortiz Rubio, cinco secretarios de Educación desfilaron por aquella administración. Toda revolución aspira a apropiarse de los referentes culturales, casi nunca lo logra.
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