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Un paisaje urbano lleno de delicias

La ciudad cambia a quien la vive. O para ser más exacto: se apodera de uno como un espíritu que se alimenta de nuestras propias nostalgias.

La ciudad cambia a quien la vive. O para ser más exacto: se apodera de uno como un espíritu que se alimenta de nuestras propias nostalgias. La ciudad es carne expuesta, herida sangrante, experiencia límite. Es el ámbito donde aparecen nuevas emociones que son a la vez individuales y colectivas.

Por eso, al llegar alguien a una nueva ciudad recompone sus sentidos, cambia sus percepciones.

Así, apenas tres años después de haber llegado a Madrid, como hijo que escapa de las turbulencias fatídicas de la Revolución Mexicana en las que su padre, el general Bernardo Reyes, juega el papel de militar golpista fallido, Alfonso Reyes, joven aún, autor incipiente pero ya con obra reconocida entre sus pares, pública Cartones de Madrid en 1917, en México, como un aviso de que ya es un autor capaz de tomar a la ciudad en que reside como tema fundamental para su obra literaria, como un mensaje ultramarino de que aun viviendo tan lejos escribe para sus lectores mexicanos.

Cada descubrimiento, cada hallazgo, se transforman en elementos intuitivos de su aprendizaje madrileño, de su excursión hacia el espíritu del pueblo español en sus individualidades y multitudes, en su cultura como expresión de su talante.

Y esto es visible cuando varios de los textos que este libro reúne sirven para comparar lo nacional con lo extranjero en relación a la vida diaria de las ciudades que Alfonso ha vivido. No se olvide aquí que nuestro autor no llega directamente a España sino que primero vive una temporada en París.

Sin embargo, su estancia europea, la definitiva, la más trascendente, es la de la capital de la Madre Patria. Madrid, desde entonces, es el centro de sus descripciones.

Reyes es un escritor fascinado por Madrid como experimento diario. A esta ciudad la presenta con generosidad y buen humor, recalcando lo que le interesa o le salta a la vista de sus rutinas y tipos humanos.

Cartones de Madrid está compuesta por estampas de la vida cotidiana escritas, casi se diría, a vuela pluma, con aires periodísticos, con la ligereza del que apenas va descubriendo el entramado oculto detrás de la fachada impenetrable. Pero a Reyes, observador atento, curioso compulsivo, no se le escapan los detalles que le dan personalidad propia, carácter colectivo.

Contempla, entre azorado y escéptico, las ansias de movimiento de la ciudad en que reside y acepta que ahora, en la segunda década del siglo XX, todo es arte picaresco, caricatura del mundo, estética que no se queda inmóvil sino que se transfigura, que evoluciona ante sus ojos de mirón empedernido.

Leer Cartones de Madrid es atisbar a un escritor que picotea aquí y allá en ciertos espacios paradigmáticos, en ciertos momentos singulares de la vida urbana de una metrópoli que aglomera en su seno lo provinciano y lo cosmopolita por igual. Su perspectiva es la de un extranjero que se solaza con las peculiaridades y manierismos de una urbe que alguna vez fue el centro del mundo y cuyos nativos aún actúan como si lo siguiera siendo.

Reyes observa a Madrid con empatía e incredulidad, con ironía pero sin arrogancia. La ciudad que pasa a su escritura es un orbe lleno de curiosidades por comparar, de costumbres por compartir. Y nuestro autor se deja llevar por su flujo continuo de novedades y tradiciones, por su marejada de gentes que parecen salidas de un cuadro de Goya, de una novela de Valle Inclán.

Alfonso Reyes es un curioso universal. Ya Manuel Solá comenta en su prólogo a Visión de Anáhuac y otros textos (2011) que su curiosidad no es caprichosa sino metódica: “estaba orientada hacia aquellas parcelas del saber que podían transformarnos, enriquecernos y abrir nuevos horizontes en la interpretación y expresión de nuestro mundo.”

Lo que Reyes busca, en toda su vida y en toda su creación literaria, es “ser capaz de entender y comprender a sus semejantes.” Y no sólo como ensayista cultural, poeta o dramaturgo, sino frente a personas reales, ante compañeros de una misma existencia comunitaria, ante los residentes de una ciudad como Madrid, que es su casa, su escuela y su trabajo en ese momento.

Por eso Alfonso Reyes es nuestro mexicano universal: porque donde anduvo, por más lejano que estuviera el sitio que explorara, lo hizo suyo, lo compartió con todos nosotros.

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