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Luis Pavía y Antonio Mejía de la Garza

En 1990, en una Ensenada donde Ernesto Ruffo era la figura política más querida y el panismo era el nuevo poder gubernamental gracias al presidente Carlos Salinas de Gortari, se publicó un libro que iba a causar un escándalo mayúsculo: Pandemónium.

En 1990, en una Ensenada donde Ernesto Ruffo era la figura política más querida y el panismo era el nuevo poder gubernamental gracias al presidente Carlos Salinas de Gortari, se publicó un libro que iba a causar un escándalo mayúsculo: Pandemónium. Su autor, Rael Salvador, había conseguido lo que pocos poetas de su generación obtendrían con sus versos: estar en boca de todos, entrar de lleno en una trayectoria de colisión con los poderes de facto del puerto de Ensenada: la iglesia católica, la conservadora clase política y el empresariado local que abominaba todo indicio de rebelión y anarquía. Rael, entonces un joven de 27 años, descubrió que, en vez de solidaridad de los sectores intelectuales de la entidad, estaba solo frente a tantos personajes probos que exigían un castigo ejemplar para semejantes blasfemias en verso. El único poeta que lo felicitó por su audacia y lo defendió públicamente fue su mentor, el profesor Luis Pavía López (ciudad de México, 1942-Ensenada, 1998), quien como maestro normalista ya era ducho en lidiar con esa clase de situaciones críticas y que estaba al tanto de la hipocresía subyacente en tamañas manifestaciones de indignación social ante un ciudadano poeta que ejercía su libertad de expresión, su necesidad creativa de decir las cosas por su nombre.

Luis Pavía, como profesor, poeta y periodista, fue un hombre de conciencia que conocía los tejemanejes de la sociedad ensenadense. Habiendo estudiado en la escuela normal del estado en Tijuana para maestro normalista, luego terminó su licenciatura en Literatura en Guerrero. A Ensenada llegó para quedarse y durante la segunda mitad del siglo pasado fue una fuerza mayor para abrir espacios a la poesía en este puerto, especialmente a una poesía que ironizaba el mundo social del propio autor. La vida literaria, la que experimentó Luis Pavía, estaba más lejana de los versos oficiales de la generación de la Californidad y estaba más cercana a la poesía beat estadounidense: cantos de viaje, relatos de percepciones alteradas, versos que se sujetan a lo cotidiano para hurgar en lo trascendente.

Pavía vivió casi toda su vida en Ensenada. Había estudiado para maestro normalista en Tijuana y obtuvo una licenciatura en Literatura en Guerrero. Además de dar clases y ser perito en grafología en el sistema de justicia penal, fue connotado periodista, que llegó a fundar periódicos como La opinión y Baja Estirpe. Fue promotor incansable de los juegos florales del carnaval de Ensenada. Entre sus libros están Nadie es poeta en la tierra (1985), Las cosas que al viento canto (1985). La mar de tinta (1987) y Breve relación de los olvidos (1989). Luis Pavía murió prematuramente en 1998, cuando aún tenía muchas cosas por decir. Igual pasó con otro poeta ensenadense nacido el mismo año que Pavía: Antonio Mejía de la Garza (Monterrey, Nuevo León, 1942-Ensenada, 1993), quien fundó, junto con Lauro Acevedo y Rolando de la Rosa, el grupo cultural Mar de fondo, que logró publicar casi una veintena de obras literarias de autores locales. Mejía fue, también, coordinador del taller infantil del Instituto de Cultura y autor de poemarios como Lémures (1991) y El rito de habitar tu nombre (1994), así como del libro de cuentos Fuga en círculo mayor (1991). Antes de llegar a Ensenada fue redactor de estilo en el Instituto Nacional de Bellas Artes y en Radio Educación. Colaboró en revistas literarias como La ranura del ojo, Agit Prop, Esquina Baja, Trazadura, Cultura norte y Reflejos. La obra de Mejía de la Garza es un diálogo constante con ciertos temas caros a su autor: el amor y sus desvelos, el paisaje marino y su experiencia renovadora, el paso del tiempo en la cambiante rutina del calendario.

Luis Pavía y Antonio Mejía de la Garza murieron cuando aún les quedaban muchos libros por escribir, muchos poemas por cantar. La pérdida de ambos, junto con la de Gloria Ortiz por esas mismas fechas, dejó trunco buena parte del movimiento literario en Ensenada en la última década del siglo XX. Sus rutas creativas, sin embargo, siguen vigentes en la poesía y narrativa de sus colegas y discípulos, en la obra de Lauro Acevedo, Flora Calderón, Rael Salvador, Virginia Hernández, Peggy Bonilla y tantos otros que saben, gracias a este par de poetas, que escribir es hacer de la palabra un eco infinito, una voz perdurable.

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